
El pasado 4 de julio, en la jornada inaugural del congreso del PP en Madrid, un José María Aznar encantado de conocerse a sí mismo salió a la palestra para apadrinar el liderazgo de Feijoo, el político llamado a impulsar la regeneración en un país metido hasta el cogote en la ciénaga de los escándalos y el pillaje. «Si pactas con delincuentes, no te extrañe acabar en la cárcel», dijo Aznar ante un auditorio entusiasta. Puede entenderse que el PP suba al escenario a un expresidente del Gobierno para rentabilizar un activo y, sobre todo, para exhibir unidad. Pero en este caso (y en el de Rajoy), dados los precedentes, conviene medir muy bien las palabras, salvo que uno se considere impune o entienda que en sus militantes y en una parte del electorado no se penaliza la corrupción. Por la boda de la hija de Aznar desfilaron personajes siniestros que acabaron entre rejas. Pero en su gabinete hubo ministros que también terminaron en la cárcel: Jaume Matas, Eduardo Zaplana y Rodrigo Rato, idolatrado como el gran padre del milagro económico español. No es poca cosa para ir por la vida impartiendo lecciones de regeneración. Y mucho menos con lo que ha empezado a salir ahora de Cristóbal Montoro quien, por cierto, fue también su ministro de Hacienda. Por muy insoportable que sea la corrupción que acecha a Pedro Sánchez, que lo es y mucho, algunos personajes públicos estaban mejor instalados en la prudencia. No es el caso de Alberto Núñez Feijoo, presidente de la Xunta entre el 2009 y el 2022, quien, a diferencia de Aznar, no tiene ni un solo imputado por corrupción en miembros de sus equipos de gobierno. Debe recordarse la relativa situación de normalidad institucional que vivía Galicia en comparación con otras comunidades entonces gobernadas por el PP, como Valencia (Gerardo Camps) o Madrid (Esperanza Aguirre y sus amigos Francisco Granados o Ignacio González). Llegados a este punto, no debe olvidarse de dónde se viene para saber adónde se va. Por el bien de la política.