
Hace 40 años, cuando la mayoría no habíamos oído hablar de Donald Trump, el actual presidente de EE. UU. era promotor inmobiliario en Manhattan. Luego lo fue en Atlantic City, donde levantó hoteles, casinos y polémicos resorts. Para atraer a turistas acogió certámenes de belleza, peleas de boxeo y veladas de lucha libre. A los americanos (hombres) les encantaban los espectáculos coloridos, con acción, sensualidad y algo de grosería. Trump haría su márketing durante años promoviendo esos espectáculos y programas populares de televisión. Ustedes no lo saben, pero en 1988, Trump comenzó una relación sólida y muy lucrativa con el Pressing Catch. Descubrió que las peleas aburren, pero que a los fans les apasionaban los dimes y diretes de los musculosos gladiadores. Descifró una narrativa simplona que hacía milagros: «Hoy aparece un nuevo personaje en el ring malvado y aterrador. Se busca un héroe que le haga frente. Aparece el héroe. Pelean. Pierde el héroe. El malo tiene la última palabra. Cambian las tornas y el malo se vuelve bueno, se alía con el héroe y ahora pelean contra un nuevo malvado que se acaba de revelar». Ese storytelling permanente y cíclico mantuvo pegadas a la pantalla a generaciones de personas en todo el mundo. Si no lo creen, pueden ver a Trump pelear contra fornidos luchadores en YouTube. Las tortas son fake, pero tienen su gracia. Luego llegó la presidencia de los Estados Unidos. Y, como en aquellos cuadriláteros de Atlantic City de los 80, Trump entendió que sus votantes, y medio mundo, querían ver al amigo de hoy convertido en el enemigo del mañana y viceversa. Hoy, en política mundial, los buenos pasan a ser malos y al revés en dos episodios. Los malos se llevan golpes de mentira en las costillas. Y a los que de verdad reciben no les enfoca la cámara. En fin, si quieren entender cómo va el mundo, vean cualquier edición de Wrestlemania y hagan sus cábalas.