
Cada vez se ven menos niños y niñas que van a por el pan al mediodía, como cuando nos mandaban a nosotros al volver del instituto antes de sentarnos a la mesa delante de un plato de lentejas. De regreso a casa, le arrancábamos el pirucho al mollete, a sabiendas de que nuestra madre o nuestro padre se iban a cabrear. Pero nos daba exactamente igual. Ha pasado mucho tiempo desde entonces y la fila de la panadería nos cuenta muchas cosas de los tiempos en los que vivimos; que hay demasiados jubilados porque somos una sociedad envejecida, que tenemos más perros que bebés; que han llegado muchos inmigrantes, que ya casi nadie pasa antes por el quiosco a por el periódico porque prefiere ver el móvil... Reparé en todo esto el otro día cuando aguardaba mi turno, mientras recordaba las historias que contaba mi abuela sobre el estraperlo y las cartillas de racionamiento en el Madrid de posguerra. La cola del pan de nuestro barrio nos muestra otras muchas cosas de la sociedad en la que vivimos; que la gente sigue hablando a grito pelado, que los jóvenes siguen soñando mayoritariamente con ser funcionarios porque siempre hay una señora que cuenta que su nieto ha aprobado las oposiciones; que las cosas no van tan bien como pensábamos porque la gente se queja de los precios y que cada vez hay más intolerancia al gluten. En apenas unos metros cuadrados de una panadería, una pequeña muestra de cómo hemos ido cambiando: más viejos, más alérgicos, más teconológicos, mejor comunicados y, eso sí, quizá peor informados. La cola del pan como una pequeña muestra de nuestra zona de confort, en la que vive una sociedad con una población mayoritaria que está más cerca de dejar el mundo que de quedarse en él, y en la que los nuevos están instalados en la falsa creencia de que las grandes conquistas de nuestro tiempo se hallan a salvo. El mundo retrocede a épocas oscuras que creímos superadas. Se extermina a la población civil y las bombas suenan con estruendo. Pero no las escuchamos porque llevamos los cascos puestos.