Causa estupor la indiferencia con la que se anuncian despidos masivos, como si asumiésemos la inevitabilidad de una catástrofe natural. Esta semana, Reuters ha avanzado que Amazon planea poner en la calle a 30.000 personas, el 10 % de sus trabajadores de las oficinas centrales. Son las grandes tragedias anónimas de nuestro tiempo: nunca sabremos cómo se llaman, ni dónde viven, ni qué edad tienen, ni qué esperan ahora de la vida, pero ahí están sepultados en la frialdad de un gigantesco y estremecedor número que se publica como una gran esquela colectiva. Un balance de víctimas del gran terremoto que, cada cierto tiempo, provoca el movimiento de placas del capitalismo, la inmensa sacudida generada por las expectativas que abre la inteligencia artificial (IA). La multinacional de reparto ultima un plan para sustituir a más de medio millón de trabajadores por robots. Y sus directivos se han encargado de filtrarlo. Tal vez estemos asistiendo a la consolidación del relato del miedo, de forma que la sociedad asuma los ajustes como algo irremediable y las empresas puedan legitimar decisiones que, miradas con detalle, no solo tienen que ver con la revolución tecnológica, sino con algo muy antiguo: agrandar más y más los beneficios aún a costa del dolor social. Los números de Amazon así lo indican. Y también los expertos en esta tecnología, que coinciden en que la herramienta no ha ofrecido todavía la eficiencia esperada, lo que nos lleva a pensar que la multinacional está utilizando los robots para agradar a los inversores de Wall Street. Los despidos aparecen así de forma preventiva o para amortiguar los menores beneficios esperados por la incorporación de la IA. No debemos olvidar que las empresas tienen una responsabilidad social. Indudablemente, vivimos un momento de cambio, una transformación que acarrea y acarreará consecuencias. Así que habrá que estar atentos para que la IA no se convierta en la coartada para todo. Dicho de otro modo: en una herramienta nueva para algo que resulta muy viejo.