Durante décadas, España ha sido un país «de familias». De fines de semana en el campo en el SEAT 127, de paseos a la playa con sombrillas de rayas y de comidas familiares de domingo con largas sobremesas en casa de los abuelos, mientras los niños jugaban con las Nancy, los clics de Famobil y el Scalextric. Partidos de fútbol del barrio, paseos en bicicleta y tardes de Cine de Barrio y Estudio, Estadio. Hoy todo es bastante diferente, porque la cantidad de hogares unipersonales crecen más rápido que cualquier otro tipo, sobre todo, en los grandes centros urbanos, donde uno de cada tres hogares está ya compuesto por una sola persona y, aunque el envejecimiento de la población explica parte del fenómeno, no tiene toda la culpa. El resto tiene que ver con un cambio más profundo: la redefinición del vínculo social, la independencia emocional y, especialmente, la transformación de la manera de consumir. Un ser humano hiperconectado, autosuficiente, que trabaja y consume casi todo por y para sí y que organiza su vida en torno a la búsqueda de bienestar con una noción bastante difusa sobre su propio futuro.
Este nuevo consumidor tiene su máximo reflejo en el 11 de noviembre, que en China se celebra como el Día del Soltero y que parece haber nacido como una broma universitaria. Cada año, millones de solteros —muchos de ellos profesionales urbanos sin intención de casarse— llenan los carros de las plataformas digitales de compras impulsivas. Se compran para sí mismos un regalo, un objeto de deseo o de consuelo. Ese acto, tan banal en apariencia, condensa, sin embargo, una nueva forma de estar en el mundo: consumir para existir, gastar para sentirse acompañado.
Más o menos tengo claro que el patrón de consumo ha cambiado mucho, y ¿el ahorro? En esta nueva estructura social, el ahorro también se individualiza en cierta manera. Si antes se ahorraba para hijos o para la estabilidad del hogar, hoy se ahorra —cuando se ahorra— para la tranquilidad personal, para la vejez solitaria o para una libertad que puede que no llegue a materializarse. Como en muchos ámbitos, la relación con el proveedor de servicios financieros ha cambiado: el mostrador ha sido reemplazado por la app; el gestor de confianza, por un algoritmo y la planificación familiar, por la gestión individual del riesgo. La tecnología, como en el resto de ámbitos de la vida, redefine la manera de consumir servicios financieros haciendo posible que cualquiera maneje productos más o menos complejos antes reservados para expertos. Fondos indexados, carteras automatizadas, microinversión en criptomonedas hasta sistemas de ahorro automático que redondean cada gasto, la economía personal se ha renovado.
No obstante, esta autonomía también tiene un precio: el inversor se enfrenta solo a la complejidad del ruido informativo del mundo financiero, a la volatilidad y al riesgo de perder una parte importante de su patrimonio tomando decisiones viscerales en momentos equivocados. ¿De qué herramientas nos podemos ayudar? Aquí entra en juego la inteligencia artificial (IA). Sistemas de ahorro y gestión basados en IA que prometen eliminar el sesgo emocional, optimizar el riesgo y hasta anticipar las necesidades del usuario antes incluso de que las exprese. Nuevos modelos de gestión financiera que podríamos clasificar como se catalogan los niveles en los sistemas de conducción autónoma: que van de «1», que brinda apoyo parcial mediante sistemas de ayuda a la conducción, hasta el «5», que representa la conducción totalmente autónoma, en la que no se requiere ninguna intervención humana en ningún momento ni entorno.
En este sentido y siguiendo esa misma clasificación, por ordenar las ideas, en el nivel uno, la IA se limitaría a recomendar. Analiza los datos de gastos e ingresos, sugiere ajustes, identifica oportunidades de ahorro, pero la decisión final sigue en manos del usuario. En el nivel dos, la automatización se vuelve operativa: el sistema ejecuta transferencias o pequeñas inversiones dentro de límites predefinidos. En el nivel tres, el modelo adquiere capacidad de acción estratégica, ajustando las carteras o redistribuyendo el ahorro en función del contexto y del perfil de riesgo del cliente. El nivel cuatro representa la autonomía avanzada: el usuario fija objetivos y el sistema decide la mejor vía para alcanzarlos. Finalmente, en el nivel cinco, se alcanza la plena autonomía algorítmica. El sistema aprende del comportamiento del usuario, analiza el entorno macroeconómico y gestiona el ahorro de forma integral, sin intervención humana.
Estos esquemas, que ya se ensayan en distintos mercados y con diferentes alcances, redefinen la noción de confianza de los consumidores sobre sus inversiones. Si en el pasado el ahorrador depositaba su fe en la estabilidad de una entidad o en la prudencia de su gestor, hay ya quien prefiere depositar la confianza en la calidad del algoritmo, en la seguridad de los datos y en la transparencia del proceso convirtiendo la relación con el ahorro en un diálogo entre humano y máquina.
Por hablar de lo nuestro, diría que España se encuentra en una fase intermedia de esta transición. La adopción de herramientas digitales de ahorro y gestión está creciendo de manera sostenida, especialmente entre los menores de 40 años. Los neobancos, las plataformas de inversión automatizada y las aplicaciones de microahorro están transformando la relación entre las personas y sus finanzas. Sin embargo, esta digitalización también introduce nuevos desafíos no del todo solventables: la fragmentación de la información financiera, la falta de educación económica y el riesgo de sustitución de la prudencia humana por una confianza excesiva en los sistemas automáticos.
El papel de las instituciones financieras tradicionales es, en este nuevo escenario, crucial. Lejos de desaparecer, tienen la oportunidad de redefinir su rol, pasando de ser custodios del dinero a convertirse en arquitectos de la autonomía financiera. Su función no será únicamente ofrecer productos, sino construir ecosistemas de confianza basados en la transparencia, la personalización y la integración tecnológica. El reto está en combinar la capacidad analítica de la IA con la comprensión humana del contexto, la empatía y el acompañamiento.
En términos macroeconómicos, el auge del ahorro individual y digital plantea una paradoja. Por un lado, fomenta la eficiencia y democratiza el acceso a la inversión. Por otro, introduce elementos de volatilidad y desintermediación que pueden afectar a la estabilidad del sistema. Los flujos financieros tienden a dispersarse entre plataformas globales, reduciendo la capacidad de los intermediarios locales para canalizar el ahorro hacia la economía productiva. Este fenómeno obliga a repensar el papel del sistema financiero como vertebrador del crecimiento, así como las estrategias regulatorias destinadas a preservar la estabilidad sin limitar la innovación.
A medio plazo, el avance de los modelos de gestión autónoma afectarán también a la estructura del mercado laboral financiero. La automatización parcial de tareas de análisis, gestión de riesgo o recomendación reducirá la necesidad de intervención humana en las operaciones rutinarias, pero aumentará la demanda de perfiles híbridos, capaces de interpretar la tecnología y de traducir sus resultados en estrategias comprensibles. El gestor del futuro no será un intermediario, sino un intérprete.
La evolución hacia un sistema financiero más digital y descentralizado también plantea implicaciones culturales. Ahorrar, invertir y consumir dejarán de ser actos separados. En un entorno donde cada transacción genera datos y cada dato retroalimenta un algoritmo, la economía personal se convertirá en un proceso continuo de optimización. El dinero se gestionará en tiempo real, ajustándose de manera dinámica a los cambios en los ingresos, los precios y las preferencias. Esta hiperconectividad, sin embargo, requerirá un marco ético y regulatorio sólido porque la eficiencia técnica no puede sustituir la responsabilidad social.
Creo que España, con una red bancaria consolidada y un sistema de supervisión robusto, está en condiciones de liderar esta transición si logra equilibrar innovación y estabilidad. La clave será integrar la inteligencia artificial en el núcleo de la oferta financiera sin perder el principio de confianza que históricamente ha sostenido la relación entre los consumidores y sus entidades. Así, la IA no debe entenderse como un sustituto, sino como una extensión de la capacidad humana para gestionar la complejidad de los mercados financieros.
El comportamiento financiero de los hogares españoles en los próximos años dependerá en gran medida de su adaptación a este nuevo ecosistema. Esta nueva «sociedad individual» seguirá avanzando, es imparable; el número de hogares unipersonales continuará creciendo y en este contexto, creo que donde hay que invertir es en educación financiera y la alfabetización digital que serán los pilares para la incorporación de las tecnologías.
No se olviden de que la generación que ha crecido «conectada» no busca tutelas, pero sí orientación. El desafío de las instituciones será acompañarlas sin sustituirlas. Todo un reto.