SI YO fuese diputado, y militase en la oposición, me cuidaría mucho de interpelar al presidente del Gobierno para saber qué pasó con el yak que se estrelló en Turquía con 62 militares españoles a bordo. Tampoco le preguntaría si ese accidente le parece un precio razonable por salir del rincón de la historia, o si piensa seguir actuando como una potencia de segundo orden, al estilo de Francia o el Reino Unidos, sin tener recursos para hacerlo. No le preguntaría nada, repito, porque me daría mucha rabia que me contestase con una descalificación prepotente y soberbia, y me mandase e esconder mi cobardía detrás de la pancarta. A estas alturas de la película ya tengo muy claro que el problema no está en que el PSOE haya empatado con un Aznar que atravesaba el peor momento político y electoral de los últimos años, sino en la incapacidad que tiene Rodríguez Zapatero para dar la batalla en el marco de los grandes problemas del Estado, donde el miedo escénico siempre acaba por paralizarlo. No puede decir que la política de bloques fue derrotada en el País Vasco, o que Cataluña se radicaliza, porque tiene miedo a que lo tilden de cómplice de los violentos. No puede pedir cuentas de lo que pasó con el accidente de Turquía porque cree que en tiempos de tribulación no se debe hacer oposición. Y no puede acosar a Aznar en el Parlamento porque tiene miedo a que le digan que quebró su liderazgo y cosechó un enorme fracaso personal. Para Aznar es evidente que el resultado de las elecciones, que el PP valora como una victoria, convalida de un plumazo la guerra de Afganistán, nuestra alineamiento servil con la pax americana, el conflicto de Irak y nuestra actuación como potencia ocupante, la gestión de Ana Palacio, el desastre del Prestige , y todos cuantos pecados pudiesen emborronar la cuenta del PP antes de las elecciones. Y para Zapatero es evidente que el resultado electoral, que el PSOE considera otra enorme victoria, le obliga a mantener la prudencia, a seguir el cambio tranquilo, a no discrepar en lo fundamental y a enredar con lo accesorio. Y ahí debe estar, si no me equivoco, la explicación de lo inexplicable. Claro que, más allá de sus propias limitaciones, es posible que Zapatero se haya quedado turulato al ver cómo la opinión pública se apeó de todas sus convicciones y, tras una lectura superficial de los resultados, se puso a explicar, sin solución de continuidad, la lógica de una victoria en la que nunca había creído. Y es que las cosas de la política funcionan al revés que las del mar: los barcos están varados en la playa, y los faros navegan en lontananza, para que las mentiras parezcan verdades, y las verdades mentiras.