SUPERADA, no sin dificultades, la emoción de ver al presidente Aznar incapaz de contener las lágrimas en el acto de relevo al frente del PP, y casi sin tiempo para reponernos, nos enfrentamos ya a un nuevo Gobierno que es el que ha de gestionar este país hasta el próximo 7 de marzo. Los acontecimientos se precipitan, aunque ninguno de ellos nos resulten sorprendentes. El pase de Mariano Rajoy a la secretaría general del PP y la candidatura catalana de Piqué, ha obligado a José María Aznar a retocar su Ejecutivo. Y lo ha hecho bajo el signo de la continuidad, de la que ya ha hablado hasta su propio sucesor. Continuidad y rango. Como en el Ejército. Por antigüedad. Rodrigo Rato supera su disgusto de no ser sucesor con la vicepresidencia primera. Se premia la lealtad, el trabajo y los servicios de Arenas y Zaplana. Y la cuota catalana de Josep Piqué se reembolsa con la llegada a Madrid de García Valdecasas. Aznar considera que este Gobierno es el mejor posible para esta España. Parece complacido con lo que sus ministros han venido realizando en materias tan decisivas y controvertidas como educación, política antiterrorista, economía o diplomacia exterior. De lo contrario, habría aprovechado la ocasión para rodearse de un Ejecutivo fuerte y resolutivo. Que variase el rumbo de los últimos meses y apostase por una España diferente. Pero no ha sido así. José María Aznar ha tenido una oportunidad única de demostrar que España es lo único importante. De poner de manifiesto que, aunque por su condición de presidente, respalde la actuación de sus ministros, es consciente de que alguno de ellos hace aguas por todas partes. Por ejemplo, Ana Palacio. El presidente ha desaprovechado la ocasión de que España ofrezca en el exterior una imagen acorde con los tiempos y con la tradición histórica del país. Pero no. Ana Palacio hace sonrojar cada mañana hasta a los más incautos. Y ahí sigue. Para bochorno de todos. Quizás porque para Aznar, España no es lo único importante.