UNA VEZ más, la atención internacional se dirige a esa estrecha y árida franja de tierra, tan bañada en sangre desde tiempos inmemoriales, que debiera de estar prohibida para el género humano por sus efectos perniciosos: Gaza. Ocupada desde el fracasado intento de Nasser por recuperar el territorio palestino arrebatado en 1948, simboliza algo más que el botín de guerra del vencedor. Gaza es el trofeo a la tenacidad y al esfuerzo hebreo por hacer suya una parcela desértica reclamada con base en una historia de más de cinco mil años. Desde 1967, cerca de nueve mil colonos judíos han ido construyendo sus viviendas y arañando terreno agrícola al desierto gracias al afán repoblador de un gobierno consciente de su inferioridad demográfica. Frente a ellos, más de un millón trescientos mil palestinos hacinados en ocho campamentos han observado descorazonados cómo los colonos iban prosperando en lo que habían sido sus campos mientras ellos se hundían en la miseria más absoluta. Las casi cuatro décadas de vida en esas tierras y el concepto de Tierra Prometida por Dios son los argumentos que los colonos judíos esgrimen para defender sus hogares. Frente a ellos, se alza la ocupación ilegal, la represión y el aislamiento de los palestinos, descendientes directos de los habitantes que permanecieron en Palestina tras la Diáspora judía. La retirada de los colonos israelíes de Gaza es la rectificación histórica de una invasión y un paso más en el dificilísimo camino hacia la paz entre palestinos y judíos. Pese a este rayo de esperanza, la duda sobre las buenas intenciones del Gobierno de Ariel Sharon, conocido por manipular con habilidad las emociones árabes, sigue flotando en el aire. Son muchos los que creen que Sharon no ha dudado en sacrificar a nueve mil personas para conservar Cisjordania y Jerusalén. Pronto sabremos si están equivocados.