A la espera de la segunda ronda del referendo constitucional egipcio, parece obvio que la victoria del voto afirmativo, lejos de pacificar el país, solo agravará la fractura ciudadana. La capacidad de convocatoria de los Hermanos Musulmanes y sus afines logrará una mayoría del sí frente a una dividida oposición que, si bien está en desacuerdo con el texto constitucional que otorga al presidente más poderes incluso que los que tenía el anterior dictador Mubarak, establece la sharia como ley base y no reconoce la igualdad entre géneros, no conseguirá un no contundente.
Frente a la aceptación democrática de la pírrica victoria del islamista Mohamed Mursi con un 51,73 %, es bastante improbable que, dadas las fuertes protestas por la forma de redacción no consensuada y el contenido del texto constitucional, una aprobación en las urnas con una participación de solo el 30 % sea aceptada de manera pacífica.
A Mursi le viene muy grande la presidencia. Si fuera un político avezado y no aspirase únicamente a la instauración de un Estado islámico, habría consensuado la Constitución y evitado a toda costa un enfrentamiento civil que, de momento, solo ha podido frenar el llamamiento a la calma del ejército. Por mucho que quiera, no puede contentar a las masas de egipcios pobres, muchos analfabetos funcionales, dirigidos por universitarios o religiosos radicales, que lo apoyan de manera incondicional porque lo consideran la proyección de las redes caritativas islámicas, sin levantar a la población laica, más formada, crítica y que logró la caída de Mubarak. Avanzar sin consensuar será un suicidio civil; ceder le costará el puesto. Sea como fuere, la paz será la primera víctima de esta lucha por el poder.