D esde Fraga hasta Sandro Pertini, cada uno en su particularidad, han mantenido sus funciones más allá de la edad administrativa de vida laboral, incluso la de aquellos que pueden legalmente alcanzar la categoría de trabajadores eméritos (75 años). No es casual que estas excepciones sean frecuentes en la vida política, y se acepta como normal que esta excepcionalidad alcance a reyes y reinas, tanto por la particularidad democrática de esta forma de jefatura de Estado como por su carácter hereditario.
Esta voluntariedad del retiro de los monarcas no debiera impedir su regulación, y por ello no se entiende -nadie entiende- que tanto este aspecto como muchos otros relacionados con nuestra monarquía permanezcan aún hoy en el limbo legislativo y constitucional de España, dejando a la monarquía en un estatus precario, sostenida más en el carisma y aceptación popular de su actual titular que en un desarrollo constitucional debidamente establecido.
Consecuencia de esta precariedad, los avatares recientes de la casa real conducen a una crisis de consecuencias poco predecibles. No son solo los comportamientos privados de los miembros de la familia real, sino también comportamientos dolosos de alguno de sus integrantes, con graves acusaciones de enriquecimiento ilícito, incluyendo en ello a empleados de la Casa del Rey, los que nos han llevado a un deterioro y puesta en cuestión de la monarquía.
No resulta difícil entender, incluso para los reyes, la solidaridad familiar y el apoyo a hijos descarriados. La historia se complica cuando estas expresiones de comprensión y apoyo familiar se trufan con la singularidad institucional y el poder del Estado. El caso Urdangarin y asociados, su enjuiciamiento, los cargos que sobre él pesan, las características de aprovechamiento de lo público con participación de Gobiernos e instituciones -a su vez incursas en juicios y sentencias por aprovechamiento ilícito- han llevado a nuestra monarquía, a la Casa Real y al heredero a una situación insostenible. Situación que necesita tanto de una normalización legislativa y constitucional de la monarquía como de una posición inteligente por parte del rey.
La normalidad institucional que supone la abdicación de la reina de Holanda trae a primer plano esa necesidad en la monarquía española. No solo por la coincidencia en edad entre ambos monarcas, sino por lo que supone de normalidad en la sucesión.
La Casa Real española no está en condiciones de pedirnos a los ciudadanos tiempo para arreglar los desaguisados en los que están envueltos. Y aunque existen en nuestra sociedad posiciones políticas que reclaman otra forma de Estado, parece urgente que el rey reflexione sobre su propia continuidad exigible cuando menos para que la monarquía salga de la ciénaga de correos electrónicos de su yerno y socios. De lo contrario, a los ciudadanos se nos quedará cara de idiotas -y eso no sucede nunca por mucho tiempo- o nos resignaremos a ser republicanos.