El duque empalado

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

24 feb 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Tal debió de ser la conciencia de absoluta impunidad con que Urdangarin realizó sus escandalosos trapicheos que, cuando empezó a entrever la posibilidad de acabar sentado en el banquillo, tuvo a la fuerza que quedarse estupefacto. ¿Cómo él, que sin más experiencia que haber jugado al balonmano había amasado un capitalito a base de mercadear con influencias, iba a tener que comparecer ante un juez para hablar de negocios realizados durante años con total tranquilidad? ¿Él, marido de una infanta y yerno de un monarca, respondiendo a las preguntas de un fiscal, como si fuera un vulgar caco? ¿Él, que se codeaba no solo con la familia real, que era la suya, sino también con presidentes de Gobierno, ministros, alcaldes importantes y presidentes autonómicos? ¿Pero no eran los juzgados cosa de pobres, faranduleros y políticos? ¿A qué meterlo ahora en un follón, para preguntarle sobre cosas de las que, bien lo sabía él, estaban enteradas cientos de personas?

Yo, permítanme decirlo, entiendo la estupefacción de Urdangarin. Sí, sí, la entiendo, porque, tras tantos años de tratar con gente poderosa, que no hacían otra cosa que adularlo -¡alabando su bondad, su habilidad, su inteligencia!-, ahora se encuentra imputado por desarrollar actividades que conocían no solo los que hacían sucios manejos con el yerno del jefe del Estado (ese era el único valor añadido que aportaban sus gestiones) sino todos los que, a la fuerza, tenían que estar enterados de que el tal duque era un sinvergüenza, a quien se le toleraban como travesuras tejemanejes presuntamente delictivos, solo por ser vos quien sois y por estar amparado, sabiéndolo el rey o sin saberlo, bajo la frondosa sombra de un monarca.

Decía Oscar Wilde, con esa lengua suya certera y viperina, que la verdad nunca es sencilla, y pura, pocas veces. Y la verdad compleja -no la pura ni sencilla- en el caso Urdangarin no es solo la evidente -que no pudo realizar, cuando menos al principio, sus negocios sin conocimiento de la Casa Real y nunca sin que estuviera al corriente la madre de sus hijos-, sino también la que resulta de una obviedad apabullante: que eran muchas las personas (políticos, empresarios y profesionales de esto o de lo otro) que sabían que el yerno del rey andaba en cosas turbias, sacando dinero a manos llenas de forma irregular y actuando tan al borde del delito que no sería extraño, como presuntamente ha sucedido, que acabase delinquiendo.

Porque nada de lo ocurrido con Urdangarin es comprensible, a fin de cuentas, sin constatar la existencia de ese ambiente de impunidad que ha permitido que políticos bribones, empresarios desaprensivos y aprovechados de todas clases se hayan llenado en España los bolsillos mientras el país se dirigía, alegre y jubiloso, al despeñadero de la crisis.