S i llamamos epidemia a la enfermedad que se propaga durante algún tiempo por un país y pandemia al mal epidémico que se extiende a muchos territorios, la Nixondemia que da título a este artículo sería, con permiso de la RAE, la generalización del mal de Nixon.
¿El mal de Nixon? Sí, querido lector, el consistente en actuar como el que fuera presidente de Estados Unidos antes de verse forzado a dimitir por el llamado caso Watergate. Richard Nixon, trigésimo séptimo presidente de la Unión entre 1969 y 1974, ha pasado a la historia no por su gestión sino por el escándalo que le llevó a dejar su cargo antes de que el Senado norteamericano aprobase el impeachment abierto contra él: un escándalo consistente en la utilización por parte del presidente y de su entorno de medios ilegales para obtener ventajas políticas a cambio.
El caso Watergate fue solo uno más de los muchos que han puesto de relieve a lo largo de la historia el convencimiento de algunos políticos de que el fin que persiguen justifica los medios que utilizan. Nixon quería repetir mandato y para lograrlo ordenó robar y espiar a sus adversarios con el fin de mejorar su posición en la pelea. El mal de Nixon es, por eso, una tentación constante y, en tanto que tal, un peligro permanente para quienes ejercen el poder o aspiran a ejercerlo.
Dos noticias recientes de la política española -la dimisión como diputado en el Congreso de José Zaragoza, ex secretario de organización del PSC, por su presunta implicación en el espionaje a la líder catalana del PP a través de la agencia de detectives Método 3 y la destrucción por los dirigentes del PP de los discos duros de los ordenadores que Bárcenas tenía en la sede central de su partido- ponen de relieve que podríamos estar asistiendo a una extensión del mal de Nixon. Y es que, de ser cierto, lo que han hecho el PSC y el PP, en su correspondiente escala en comparación con el caso Watergate, es lo mismo que se llevó a Nixon por delante: espiar a sus adversarios políticos, los unos, y destruir pruebas, los otros, para evitar que pudieran resultar incriminatorias contra ellos.
Tales hechos, que resultarían en cualquier lugar muy preocupantes, lo son más en España, dada la facilidad con la que en nuestro país se generalizan las peores patologías de la política y vista la dificultad que existe luego para erradicarlas con eficacia y rapidez.
Esa es la razón por la que hay que poner, desde ya, coto al mal de Nixon antes de que se convierta en Nixondemia, pues aquí carecemos por desgracia de los medios para combatir una enfermedad que, añadida a las que ya sufre nuestra política, acabaría colocando bajo mínimos la calidad del sistema democrático español, cuando es urgente mejorarlo y no hundirlo en el muladar de una guerra de espías y ciberbarrenderos.