Antes de concluir con su sentencia sobre el desastre ambiental del Prestige, el tribunal realiza algunas consideraciones que no debieran pasar desapercibidas. De las casi trescientas páginas me permito seleccionar unos breves pasajes. Leemos sobre el barco que «puede inferirse de los datos recabados que el estado de mantenimiento y/o conservación del buque era deficiente y que eso hizo que no soportase los esfuerzos de un temporal más que notable». Más adelante añade: «El Prestige forma parte de un grupo o flota de buques anticuados, inadecuados para su finalidad originaria pero que funcionan a bajo coste y con pingües beneficios por lo que operadores desaprensivos se sirven de ello».
Aún podemos leer más de lo mismo sobre aquel navío, aunque algo matizado, así «cierta precarización en esa navegación estaba conectada con el legítimo propósito de aprovechar el último período de actividad de marinos expertos y con un ánimo de lucro excesivo por parte de la entidad propietaria del buque y, sobre todo, con la extraordinaria deficiencia de la estructura de control e inspección de buques desde el punto de vista de su seguridad y adecuación para navegar». No menos claro es el diagnóstico sobre el capitán: «El capitán Mangouras estaba jubilado, con una enfermedad cardíaca y recibiendo la medicación conocida como Sintrom, lo cual puede ser indicio de que a los propietarios del Prestige les convenía un profesional de relativo bajo coste y en condiciones precarias de salud como muestra de su desinterés por un buque que sabrían abocado a su pérdida o naufragio».
No obstante todo lo anterior, el tribunal considera que «no se ha demostrado que los acusados quisieran hundir el buque, ni que conocieran sus deficiencias estructurales, ni sus causas relacionadas con conservación y/o reparaciones, sino que se limitaron a asumir una navegación arriesgada», con las consecuencias por todos conocidas.
Además el muy bien pagado desempeño de los abogados de los lobbies del transporte mundial de hidrocarburos se ve que han conseguido convencer a nuestros jueces de que «es imposible aceptar que las autoridades marítimas y las normas internacionales amparen esta clase de tráfico peligroso y de perfiles criminales, lo cual formalmente no puede aceptarse y materialmente parece inconcebible».
Con todas estas premisas y con una vigente legislación de responsabilidad ambiental (aprobada en la UE y en España después del accidente) en la que se excluye al transporte de hidrocarburos del principio de que quien contamina tiene que pagar todos los daños causados, y hacerlo aun sin existir ningún indicio de responsabilidad penal, el tribunal no podía sentenciar aquí lo que sí se puede hacer en los Estados Unidos: que los daños que reclamaba el fiscal del Estado los pagasen sus aseguradoras.
Excluida esa salida, la otra opción era culpabilizar al Estado español por la gestión del siniestro. El tribunal ha optado por lo salomónico: no es culpable, pero todos los costes quedan cargados en las cuentas públicas y en el patrimonio colectivo. Impresionante.