Las buenas decisiones lo son cuando se toman en el momento oportuno. El rey ha prestado importantes servicios al país y la abdicación sería el último. Es inconcebible que en pleno siglo XXI se mantengan cargos a perpetuidad, así que la renuncia a la corona es el reconocimiento de que a la legitimidad formal hay que añadir otra que deriva del ejercicio diario de la función. Por eso, es una lástima que haya tardado tanto en dar un paso que la realidad hacía necesario hace ya un tiempo. El retraso solo ha servido para agravar la situación, complicar el proceso sucesorio y engordar la pesada carga que deja a su hijo.
El propio don Juan Carlos aludía en su mensaje a la necesidad de dar estabilidad a la monarquía abriendo el paso a una nueva generación. Reconocía así indirectamente la zozobra en la que deja al país y la institución por su empecinamiento personal, que ha venido a emborronar una obra que habría pasado mejor a los libros de historia con una retirada a tiempo. Y no ahora, acuciado por el hundimiento de la popularidad de la monarquía, salpicada por la corrupción del caso Urdangarin, las sospechas sobre la vida privada del monarca y la opacidad de sus actividades e ingresos. La crisis del bipartidismo y la peligrosa deriva soberanista de Cataluña no son males que puedan colgarse a las espaldas de don Juan Carlos, pero son una muestra más de la degeneración de un sistema que el jefe del Estado no ha arbitrado como debía. Una acumulación de errores en los últimos tiempos cuyo precio pagaremos todos y que tiene un anticipo en las múltiples, y en muchos casos multitudinarias, manifestaciones de anoche en favor de la república. Unas protestas habituales, pero cuya dimensión solo se explica por el malestar social del momento.
España necesita una continuidad de la que jamás ha gozado. La transición solo culminará cuando haya una sucesión en la jefatura del Estado de acuerdo con las previsiones constitucionales. El más trágico de los errores de este país es su afán en reescribir la historia a cada bache. Una sociedad necesita asentar los lazos, consolidar y hacer perdurables los consensos básicos, actualizándolos en lo necesario, pero sin cuestionarlos a cada paso. Recomponerlos será el gran desafío del príncipe y de ello depende que se gane la legitimidad real, no solo la formal, para ser Felipe VI. Llamado a iniciar una nueva era en el peor momento, su gran tarea será incorporar a todos a un nuevo proyecto para una nueva España. Es lo que toca ahora, porque es lo que manda la Constitución y lo que demandan los españoles.