Hace años, un directivo del Nacional de Montevideo observaba, hipnotizado, el trasiego matinal en una ciudad gallega. Las carreras. Los paseos. Los saludos. Aquello le bastaba para llorar. «Vas por la calle y son las mismas caras que allá, es nuestra segunda casa», decía. Se declaraba gallego por parte de padre. ¿Y quién no en Uruguay? En realidad, es la selección que le queda viva a Galicia en este Mundial. Luis Suárez comparte equipo con Lodeiro y Pereira. Y a esa estrella con mordiente lo han rehabilitado las manos de un fisioterapeuta de apellido Ferreira, que con sus artes de meciñeiro y compoñedor había curado antes de forma milagrosa al periodista Rial. El capitán, Diego Lugano, escribió una carta a los uruguayos antes del partido contra Italia para rascarles un poco en el corazón: «Somos contradictorios, injustos, inmaduros, soñadores, porfiados? muy porfiados». Uruguay es uno de esos lugares en los que a la bota de fútbol se le llama zapato. El país más pequeño que ha conquistado una Copa del Mundo. Antes de arrancar este Mundial, los brasileños confesaban dos pesadillas. Enfrentarse a Argentina en cualquier fase del campeonato. Y jugar ante Uruguay en la final de Maracaná. Este último supuesto se antojaba prácticamente improbable, pero quizás por ello era el más inquietante, porque suponía desenterrar del césped brasileño el más exquisito cadáver del fútbol mundial. El hipotético duelo ha quedado abortado por el cruce de caminos de los octavos de final. Los anfitriones y los charrúas solo están a un partido de su encuentro o su desencuentro. De todas formas, imaginarse al presidente José Mújica con sus chanclas sentando en el palco de Maracaná no tiene precio. Para todo lo demás, Pelé y su MasterCard.