Tiene mucha lógica que los partidos e ideologías que no forman parte de la centralidad del sistema, y que no pueden alcanzar el poder en un plazo razonable, pretendan cambiar las reglas del juego, y utilizar las crisis de gobernabilidad para lograr sus metas políticas. Pero no tiene ninguna lógica, y es una locura paladina, que los partidos que disfrutan de un sistema estable y consolidado, que les otorga plena legitimidad y suficientes recursos para gobernar un país precioso y bien ordenado, se acomplejen como paletos ante los sismos de la crisis, instauren a Podemos en el centro del análisis político, y empiecen a reformar la Constitución y sus propias organizaciones arreando palos de ciego. Pero en esas andamos. Y ya no parece evitable que lo que empezó como un simple sarpullido electoral, en modo alguno extrapolable, presente los síntomas primerizos de una estúpida catástrofe.
En el lado de los que tienen lógica, pero no tienen futuro, están IU, Podemos, AGE y -con algunos matices- el BNG, ERC, Sortu, UPyD, Amaiur y algunos más. El hecho de citarlos a todos juntos no se justifica por su adscripción ideológica, ya que entre sí son muy diferentes, sino porque todos ellos coinciden en ser minoritarios, sin capacidad para ser alternativas puras o para liderar coaliciones de gobierno. Y es esa condición de eternos postulantes la que explica que se pasen la vida diciendo que el sistema no vale, que la democracia está secuestrada, que los derechos se están recortando, que la UE la dominan los mercados, y que la gente pasa hambre, se muere de cáncer, emigra, no estudia, está en paro y es desahuciada por culpa del bipartidismo y del pacto constitucional de 1978.
En el otro lado están el PP y el PSOE, a los que el pueblo les ha encomendado durante casi cuarenta años la administración del sistema. Y también deberían estar -si no anduviesen de picos pardos- CiU, PNV y Coalición Canaria, ya que todos tienen importantes parcelas de gobierno y han disfrutado de la confianza política que nace de un sistema democrático avanzado.
Pero todos estos, sin que nadie sepa por qué, han decidido suicidarse, y, a base de apostar por el asamblearismo, por la debilidad organizativa, por el soberanismo más rancio y por la contumacia en sus errores, quieren competir con los otros en populismo, en reduccionismo tuitero, y en darle alas a una frustración impostada y coyuntural que, por nacer de la crisis, nada tiene que ver con el sistema.
Por eso me temo lo peor. Porque la mala moneda echa a la buena del mercado, y porque tengo la sensación de que los dirigentes de los grandes partidos no tienen conciencia de la naturaleza del problema ni de cuál es su responsabilidad en este trance. Por eso perdemos estabilidad institucional y oportunidades, mientras nos inundan por doquier las ocurrencias.