El título de la Constitución sobre organización territorial del Estado ha sido objeto de una campaña permanente de desprestigio. Su reforma se presenta como un clamor incontestable. Está por comprobar si los defectos que le atribuyen pertenecen al texto aprobado o al comportamiento de partidos políticos. Desde el ámbito académico se ha achacado que la Constitución carece de una estructura del Estado, que está inacabada. La culpa es de un llamado «principio dispositivo» según el cual cada comunidad autónoma podría diseñar y rediseñar sus estatutos. Por el contrario, he de recordar que existe un diseño autonómico, que no quiere reconocerse, basado en la generalidad con singularidades, gradualidad en la asunción de competencias, solidaridad, negación de privilegios económicos y sociales así como igualdad de derechos y obligaciones de todos los españoles en cualquier parte del territorio, elementos suficientemente claros que no parece que sea necesario modificar a la hora de la financiación autonómica. Singularidades, como las del País Vasco y Navarra, que tienen una referencia histórica. Otra más cercana, no fácil de obviar, fue el reconocimiento de una voluntad autonómica durante la República de 1931 a territorios que, por tanto, no deberían reiterar. Para que no fuese entendido como privilegio se abrió a todas las comunidades a través un artículo con la conciencia de su difícil cumplimiento, de lo que se dio fe en el momento constituyente.
En cuanto al inventado principio dispositivo, la posible no uniformidad de las comunidades autónomas proviene de sus propios intereses y singularidades. El hecho insular es una de ellas. Que la fórmula de Mossos y Ertzaina no se repita en las demás comunidades es otra muestra. Y es que desde una visión positiva, las comunidades autónomas pueden tener sus políticas propias, dentro del marco de la Constitución. A ello contribuye su artículo 150.2, cuya supresión se ha propuesto, testigo molesto de su vulneración, al transferirse competencias estatales completas a las comunidades.
Ese diseño, en el que la ponencia constitucional tuvo una influencia decisiva, fue desvirtuándose por acuerdos de los partidos constitucionales. Andalucía dio el primer paso con una ley que contradecía a la Constitución. El decisivo fue el del gobierno de Calvo Sotelo con el PSOE concretado en un acuerdo político y una ley de armonización del proceso autonómico, y la cobertura técnica de una comisión de expertos. Ni respeto a singularidades, ni a los tiempos fijados, ni a las competencias establecidas. Nada de eso suele reconocerse. Se rompió el consenso marginando a los nacionalistas. Se pretendía disolver el problema catalán. Los datos de la última encuesta revelan que sigue existiendo. Suscribo que no se premie a los independentistas; pero la falta de una alusión a la singularidad de Cataluña quizá explique los magros resultados que se vaticinan al PP. El momento de abordarla dependerá del 21D.