La Constitución cumplirá en 2018 cuarenta años. Una cifra a la que podría otorgarse el simbolismo de un predeterminado tránsito a otra fase histórica del sistema de convivencia que ha regido desde entonces.
Los cambios observables en la sociedad reclamarían una nueva era o un nuevo ciclo según las distintas apreciaciones, que van desde la sustitución del consenso constituyente a reformas constitucionales de calado político o dominantemente técnicas. La mía personal es que ya no es suficiente la mera continuidad de todo lo que hasta ahora ha venido funcionando. Existen señales para concluir que nos encontramos ante una etapa nueva en nuestra democracia. Con el resultado de las elecciones en Cataluña ha sonado la última alarma. Nunca se había llegado al intento independentista que ha conseguido la mayoría absoluta del Parlamento.
El problema catalán aburrirá, pero sigue ahí. La recurrida táctica de taparlo pasando página insistiendo en otros asuntos, como ha hecho el PP sin la menor autocrítica, es una temeraria suposición de que nada ha variado. Aun en el caso de que su hundimiento en Cataluña a favor de Ciudadanos no fuere trasladable a todo el país, la reiteración de mejoras en el PIB y en el empleo compensa cada vez con mayor dificultad su falta de empatía, la inconsistencia de sus convicciones y su desgaste ideológico constitucional. Precisamente en este último terreno es donde se plantea la nueva etapa a la que se ha abocado por una tenaz erosión de los fundamentos de la Constitución y sus instituciones, empezando por la Monarquía, como ha quedado de manifiesto en el intento independentista y en las descalificaciones de los Podemos y confluencias a quien la representa y es Jefe del Estado.
Ante un desafío como el del infausto procés se ha presentado la Constitución fundamentalmente como un muro que no se puede saltar. Existen otros, no menos arteros, ante los cuales no es suficiente un parapeto, ni se ha utilizado por los partidos constitucionalistas gobernantes. Han transmitido, con mayor o menor intensidad, la impresión de que el sistema de convivencia pactado en el momento constituyente no está a la altura de los tiempos.
El que se ofrece, en una sutil o descarada imposición de lo que es socialmente minoritario, no es demostrable que sea mejor que el de la Constitución de las libertades y los derechos fundamentales, que se reformulan; de la dignidad de la persona, que se degrada de varias maneras; de la igualdad ante la ley sin que prevalezcan discriminaciones, que se retuercen; de los derechos personales y sociales que son fundamentales aunque no haya acceso al Tribunal Constitucional; la que recoge las nacionalidades, sin forzar el Estado. La etapa nueva, con el reto de un consenso irrepetible, habría de servir al menos para rectificar o para innovar la representación política desde la Constitución a celebrar.