Equivocarse es un atributo de la libertad. Reconocerlo es fundamental para enderezar lo desviado. En el caso de quienes tienen responsabilidades de representación política forma parte de la obligación de rendir cuentas a los ciudadanos. En declaraciones realizadas últimamente parece atisbarse una cierta alergia a ese reconocimiento. De las comparecencias sobre la crisis económico-financiera resulta que nadie se equivocó o las equivocaciones se trasladan de unos a otros; o cuesta pedir una sencilla disculpa, como en el colapso en la autopista por el temporal de nieve. El éxito electoral de C's en Cataluña, interpretado por sondeos publicados, ha suscitado una amplia especulación comentada sobre sus consecuencias negativas para el PP en el conjunto del país. Que esa percepción, derivada de las elecciones, sea duradera ya se verá; pero responder que en relación con el problema catalán se ha hecho todo bien sería engañarse.
Por artero y desleal que haya sido el comportamiento de los secesionistas ha habido equivocaciones. Lealtad democrática debería llevar a los más concernidos en el gobierno a reconocerlas y asumirlas para evitar el desgaste, al menos mediático, del Presidente. Guste o no, es un dato incontestable que el 1-0 del fraudulento referendo proyectó una imagen negativa de España. Fue el desencadenado de una serie de equivocaciones que empezaron el 9N de 2014. Entonces hubiera bastado plantear la ejecución de la resolución del Tribunal Constitucional y actuar en consecuencia; una cuestión técnica. De ninguna manera podía repetirse el fraude para el que los secesionistas estaban más preparados. Se acordó para ello un amplio despliegue policial, sin reparar en gastos, ni en la dificultad del alojamiento, desconfiando de los Mossos cuando no había sido aplicado el artículo 155. La realidad es que, a pesar de haberse declarado que era materialmente imposible, el referendo ilegítimo se celebró. Para mayor escarnio ninguno de los servicios de información del Estado pudieron detectar donde se encontraban las urnas para realizarlo físicamente; la historia de un fracaso. Ni siquiera hubo convicción para aplicar la potestad atribuida al Tribunal constitucional de suspender en funciones a quienes desobedeciesen sus resoluciones. La etapa del diálogo, con representación física en Cataluña, otro fiasco.
Con estos antecedentes no resulta absurda la reticencia ante declaraciones contundentes de la Vicepresidenta sobre que Puigdemont está al final del trayecto y que su investidura no se producirá. Ojalá que así sea; pero nunca debe despreciarse al adversario. Al convocar las elecciones no parece que se contase con la repetición de la mayoría absoluta de los secesionistas en el Parlament. El asunto con implicaciones judiciales se ha enredado. En ese sentido, Felipe González, ha confesado que estaría más cómodo si los afectados no estuvieran en prisión preventiva; pero la separación de poderes es incuestionable.