Serena, una de las cómplices de la opresiva república de Gilead, cambia en El cuento de la criada su manera de pensar y de actuar. Las Serenas van, vienen, dudan, dan que pensar sobre las taras y prejuicios con los que enfocamos la realidad, sobre el sentido del cambio y de la oportunidad. Nueve mujeres a una señalando acoso desatan una corriente fuerte de opinión. Pero a la que sopla estos días por el caso Plácido Domingo le ha salido un anticiclón sobre la presunción de inocencia del tenor. Aunque juzgar a la ligera no es de sabios, ¿quién no lo hace? El alcance con el altavoz de los medios y las redes, en la cresta de la ola feminista, es, por supuesto, mayor. El juicio popular avanza como una mancha de fuel, con serias consecuencias, pero no dicta sentencia. Si la agenda de Plácido Domingo ha sufrido en horas la tijera, habrá que ver qué resuelve la Justicia sobre las acusaciones, que el tenor despeja con un matiz: «Reconozco que las normas y estándares por los que se nos mide hoy son muy diferentes de lo que eran en el pasado». Cabe encajarlo como un ejercicio de honestidad más aceptable que la callada, o el clásico «no es lo que parece», que es la forma sutil y cínica de humillación.
Es innegable que algo huele mal en este caso, casi tan mal como las normas tácitas que establecían en los 80 el canon de las relaciones hombre-mujer. Ni ellos son tan Plácidos ni ellas tan Serenas como se deja ver, pero dentro de un sistema de poder hay quien lo ejerce a calzón quitado y quien deja hacer hasta que no le conviene. Lo extemporáneo siempre tiene un punto de montaje de Photoshop. ¿Por qué ahora, 40 años después? ¿Por qué solo un nombre, Patricia Wulf?
Tras incendiar un Manderley, como Serena en El cuento de la criada, hay que apelar a la razón y aclarar hasta dónde hubo abuso de poder y si la «servidumbre» fue tranquilamente aceptada. Porque son dos cosas que tienen su importancia.