Tengo miedo de que las negociaciones del brexit se vuelvan a estancar antes de terminar este párrafo. Si han seguido los acontecimientos del melodrama british en las últimas 48 horas seguramente hayan pasado por cuatro estados de ánimo diferentes: de la euforia inicial ante la perspectiva de un acuerdo inminente a la angustia y el desconcierto de una madrugada de luces encendidas en la Comisión Europea, la decepción matinal tras comprobar que las cosas se volvían a enquistar en los eternos «flecos» y, finalmente, el descrédito: «Nos la han vuelto a jugar».
Pues sí. El ambiente es fiel reflejo de la bipolaridad negociadora del Gobierno británico y del tacticismo de la UE. Forma parte de la coreografía habitual que precede a cumbres europeas como la que arranca hoy en Bruselas, siempre tan crucial y definitiva para el brexit. Un baile que se repite desde hace dos años. Da igual quién ejecute las piruetas y los triples tirabuzones —Theresa May o Boris Johnson—, el resultado siempre apunta en la misma dirección: una prórroga.
«Persisten las brechas y se necesita más trabajo», aseguró la líder del Partido Unionista (DUP), Arlene Foster, la encargada de arrojar el jarro de agua fría al equipo de BoJo. Ya lo hizo antes con la malograda May. La razón de ser del DUP es mantener a Irlanda del Norte dentro del Reino Unido, también en lo regulatorio. Aceptar la propuesta blanda que extendió Johnson a Bruselas para despejar el camino de salida el 31 de octubre no es una opción. Sus miembros rechazaron la lluvia de millones prometida por el primer ministro a cambio de su luz verde el próximo sábado.
¿Qué opciones le quedan a Johnson para colgarse la medalla del divorcio dentro de 14 días? Muy pocas. Si la UE acepta su enjuague en torno a la frontera irlandesa, lo más probable es que le exijan un aplazamiento técnico del brexit, como reveló la delegación alemana. Aun pasando esa línea de fuego, al premier le espera el avispero de Westminster, donde May fue acribillada cuando trató de sacar adelante el acuerdo. Sin el apoyo del DUP no podrá conseguirlo y se verá obligado por la Ley Benn a pedir tiempo muerto a Bruselas, algo que ya ha confirmado el secretario para el brexit, Stephen Barclay. «Prefiero estar muerto en una zanja que pedir otra prórroga», clamaba en septiembre el líder tory. Pues bien, si el señor Johnson quiere seguir adelante con su delirio va a tener que pescar en otro caladero: el laborista. Y aquí es donde la historia se vuelve más trágica, si cabe. Hay al menos una veintena de diputados que podrían apoyar un potencial acuerdo. Y lo harán, si es necesario, porque no hay un líder fuerte para cerrar filas en el partido. El cabeza de los laboristas, Jeremy Corbyn, es una fatalidad histórica. Un líder errático incapaz de generar seguridad. Ni siquiera entre su electorado. Eso explica la enorme brecha en intención de voto entre los conservadores (38 %) y los laboristas (23 %), o que el 36 % de los ciudadanos consideren que Johnson sería mejor primer ministro que Corbyn (16 %) tras unas nuevas elecciones.
A medida que las posibilidades de una moción de censura se extinguen, se acentúa la sensación de que nos aproximamos a una nueva prórroga o, lo peor: un accidente. Según Johnson, si el brexit fuera el Everest, estaría a la altura del Escalón Hillary, el peligrosísimo y último escollo que separa a los alpinistas de la cumbre. Muchos se despeñaron o murieron congelados al no poder continuar la travesía, como Theresa May. Lo que olvidó el premier es que esas paredes se desplomaron en el terremoto del 2015. Para conquistar una montaña no vale con poner la bandera en la cúspide, hay que volver con vida de ella. De eso darán cuenta los británicos.