
Una vez más, Irak ocupa las portadas de los medios de comunicación. Una vez más, los muertos, 42, y los heridos, 2.000, inician los textos de las noticias. Una vez más, la contundente actuación de las fuerzas de seguridad del Estado, las milicias, de diversos grupos y francotiradores cuya adscripción no se conoce con certeza han dispersado a los manifestantes que han salido en diversas ciudades del país, fundamentalmente Bagdad, Basora y Nasiriya. Una vez más se ha decretado el toque de queda en ocho gobernaciones del sur de mayoría chiíta. El Gobierno, que acusa a elementos infiltrados entre los manifestantes pacíficos de intentar irrumpir en la denominada zona verde de la capital, donde se encuentran protegidos los edificios oficiales más importantes, sigue haciendo oídos sordos a las reclamaciones del pueblo que ya no soporta la escasez de infraestructuras básicas, la falta de empleo, pero, sobre todo, la corrupción. Una corrupción que ha logrado lo que hasta hace poco parecía imposible, que la población olvidara sus divisiones sectarias y se uniera con un solo objetivo: acabar con la sangría que llena los bolsillos de sus líderes mientras ellos pasan penurias en un país que nada en petróleo, y librarse de la nefasta influencia de Irán.
Algo parecido está ocurriendo en el Líbano. El catalizador fue la imposición de un impuesto en las llamadas de voz a través de WhatsApp. Los más desfavorecidos salieron a la calle a protestar, a ellos se unieron miles más. Hoy llenan las calles. En el país donde las diferencias sectarias se encuentran reconocidas en su constitución, los ciudadanos han decidido unirse para reclamar la dimisión del Gobierno, una convocatoria de nuevas elecciones y un nuevo comienzo para acabar con la corrupción que solo hace prosperar a los líderes. Como en Irak, no parece que los políticos vayan a rendirse fácilmente. Sin embargo, deberían hacerlo. A diferencia de Irak no ha habido represión violenta, pero los libaneses están decididos a continuar. Ya no tienen nada que perder.