Los progres llaman Halloween al Samaín

Manuel Mandianes PEDRADAS

OPINIÓN

Oscar Vazquez

31 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Enterrar a los muertos es procurarles un refugio y darles protección. Los cadáveres insepultos pueden ser pasto de las aves carroñeras y de los perros. Sófocles pone estas palabras en boca de Antígona: «Para más tiempo me trae cuenta el agrado de los muertos que el de los vivos, pues con ellos eternamente he de reposar». Y añade dirigiéndose a su hermana: «Tú, si así te parece mejor, sigue desestimando leyes que los dioses tanto estiman», enterrar a los muertos. Hoy, como en tiempos de Sófocles, se hace lo posible por recuperar el cadáver de un pescador desaparecido en el mar, de un montañero aplastado por un alud de nieve, el del conductor de un coche arrastrado por una creciente, el cadáver de un minero enterrado en las entrañas de la tierra y el de los pasajeros de una catástrofe aérea

Los ritos funerarios son de los primeros que practicó la humanidad y traducen la emergencia de un conocimiento más complejo de sí mismo. La muerte es reconocida como la transformación de un estado en otro. El homo sapiens fue alcanzado por la muerte como por una catástrofe irremediable. Las prácticas y los ritos tradicionales con motivo de la muerte se asentaban en la creencia en Dios y en la inmortalidad del alma. Al no creer en el más allá, la muerte no tiene sentido ni justificación. De este vacío y contrasentido nace la afirmación «el hombre es una pasión inútil» (Sartre), y esta otra: «El hombre es un ser nacido para la muerte que está muriendo desde que nace» (Heidegger). De ahí la angustia existencial en que vive el ser humano. La sociedad occidental no sabe qué hacer con sus muertos. Hoy la muerte real es un tabú. Los niños y los jóvenes solo conocen la muerte de las pantallas, la muerte virtual.

Muchos no creen en la inmortalidad del alma, pero hacen todo por inmortalizar el cuerpo. La tanatopraxia es uno de esos intentos. Muchos vuelven a meter en la caja objetos preferidos del muerto, como las sociedades primitivas. Pero los antiguos creían que el muerto se iba y los de hoy dicen no creer en nada de eso. Para llenar el vacío que ha dejado la falta de ritos, los cazadores de novedades y los grandes almacenes importaron de los Estados Unidos la fiesta de Halloween, que es el Samaín que llevaron allí en el siglo XIX los colonos escoceses e irlandeses. El Samhain, fiesta celta en memoria de los antepasados, como otros muchos ritos y celebraciones precristianos, perduró con nombres diferentes en lugares distintos. Magosto en Galicia, la castañada en Cataluña y la mauraca en Las Alpujarras (en Francia y el Piamonte recibe otros nombres), que deberían celebrarse en el claro del bosque donde los celtas hacían el Samhain.

En Galicia, el funeral es un acontecimiento familiar que se convierte en social. «Es de pueblos atrasados esos entierros multitudinarios, propios de mentes tribales», dicen algunos. Se trata de acompañar en el duelo a la familia, los creyentes también de rezar por el eterno descanso del fallecido, de integrar al difunto en la comunidad de los muertos haciéndole una despedida digna. «En otros lugares llaman a psicólogos para ayudar a la familia a superar la muerte de un familiar. Nosotros no necesitamos eso, nos ayudamos mutuamente», me dijo alguien. Según algunos autores cristianos Gregorio IV, basándose en las visiones del Apocalipsis, instituyó la fiesta de Todos los Santos para celebrar y honrar a los santos. No obstante, autores modernos piensan que estas festividades de la Iglesia católica no son más que la cristianización del Samhain celta.