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Un espejo, una butaca y tres de sillas. Un pequeño local oculto entre las tiendas de las galerías, aquellos centros comerciales del siglo pasado que recorríamos de la mano de nuestros padres, tíos y abuelos en busca de las mejores cristinas de nata. La pequeña barbería estaba siempre llena, aunque no todos eran clientes. La teoría de que muchos eran solo tertulianos se confirmó con el paso del tiempo, cuando ya era más que evidente que la mayoría ya tenían poco pelo que recortar. Pero el negocio resistía. Las mercerías y las tiendas de zapatillas fueron cerrando, pero la barbería seguía abierta. Era un milagro. No quedaban muchas así en Pontevedra. Ni en Galicia. Pero el dueño no desistió y aunque no le auguraba mucho futuro dejó el negocio por el que había luchado durante toda su vida en manos de su hijo. Cuando se jubiló, en una entrevista que le hicieron en el periódico, no se mordió la lengua y culpó a los jóvenes por no valorar su profesión. Y también echó pestes contra todas esas máquinas que permitían rebajar la barba y el pelo sin salir de casa. De todo esto, habrán pasado poco más de diez años. Y me gustaría ver hoy su cara al recorrer su ciudad y ver que hay calles en las que hay más barberías que portales. Y la mayoría llenas de chavales. Con permiso de esas lavanderías autoservicio al puro estilo película americana, la barbería es el negocio de moda. Se lo deben todo a quien puso de moda el peinado a lo Peaky Blinders. El cogote dura perfectamente rapado casi tan poco como el tupé que lo acompaña. En cuestión de días todo se descontrola y el pelo de media población se queda como el de Trump cuando le sorprende una ráfaga de viento. Y entonces toca volver a la barbería. Un negocio redondo. Pero el corte de pelo, en cuanto cuatro futbolistas y un par de estilistas lo decidan, pasará de moda. Entonces volveremos al statu quo. Solo quedarán los tertulianos y la navaja de toda la vida en esas galerías de otro siglo.