Contaba mi madre que la única vez que vio llorar a mi padre fue un día que regresó a casa antes de su hora habitual. Sorprendida por verle con el rostro demudado y los ojos llenos de lágrimas, lo primero que pensó es que se encontraba mal. Lo cierto es que parecía ido, casi trastornado. No era para menos. Era el 27 de enero de 1969 y le habían sacado de su oficina en un ministerio para desplazarse a la no muy lejana Sahat Tahrir, la plaza de la Liberación de Bagdad. Allí había tenido que afrontar, como decenas de miles de personas más, la ejecución de 14 supuestos espías para Israel contra el recién instaurado régimen del Baaz. Nueve de los ejecutados eran judíos, tres musulmanes y dos cristianos. Era la primera demostración de la falta de escrúpulos del nuevo régimen para asesinar impunemente, al margen de cualquier etnia o signo político. Era el comienzo del terror.
A partir de ese día y durante décadas, el pueblo iraquí se mantuvo unido. Dos vínculos de acero mantuvieron cohesionada a la población: el pavor al régimen, sobre todo a la todopoderosa y omnipresente Mojabarat, y el odio a Sadam, todos tenían motivos para ello. Una de las pocas cosas buenas que salió de esa dictadura, además de un nivel educativo que sería la envidia de cualquier país europeo de la actualidad, fue la hermandad de los iraquíes, al margen de cualquier sectarismo y, pese al deseo de más autonomía de los kurdos.
La intervención internacional del 2003 rompió esta solidaridad para consolidar en la Constitución del 2005 la división sectaria al estilo libanés. Dieciséis años después, la corrupción rampante ha logrado unir a toda la población contra los políticos, el sistema y el Gobierno. Hoy Sahat Tahrir es testigo de la verdadera revolución iraquí, liderada por una juventud moderna, solidaria y ansiosa de un futuro en paz.