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Empecé el siglo XXI muy vinculado a Rusia, entre 2001 y 2004, coincidiendo con los primeros años de Vladimir Putin. Pude acercarme a la inmensidad de sus gentes, de su cultura, de su historia y de su sufrimiento. Solamente en esos años hubo casi 600 muertos en atentados terroristas (recordarán el teatro Dubrovka o la masacre de Beslán), sumados a los casi cien millones de muertos durante el siglo XX, entre guerras, purgas, gulags y hambrunas. Durante 500 años, el pueblo ruso estuvo gobernado con mano de hierro por zares y soviets, y no le fue mejor con su primer presidente democrático, que decidió bombardear el Parlamento allá por 1991. ¿Se acuerdan de un tal Boris Yeltsin? Pues ése.
Putin llegó al poder en 1999 como delfín de Yeltsin para «unir a los que desean la renovación de la Gran Rusia del siglo XXI». En estos veinte años, su popularidad llegó a triplicarse hasta el 90 %, creciendo con cada intervención en Chechenia, en Georgia o Crimea, siendo artífice de la guerra híbrida para debilitar a Europa y a la OTAN.
La Rusia de Putin redujo la pobreza a un 13% desde un 35 %, pero sigue dependiendo demasiado del petróleo (59 % de las exportaciones y 25 % de los ingresos). La caída de precios del crudo y las sanciones internacionales por la invasión de Crimea afectan a la economía (el rublo perdió la mitad de su valor desde 2014 y el 80 % de las familias tienen problemas para llegar a fin de mes) y a una sociedad que está viendo con otros ojos a su presidente: su popularidad cayó del 82 % al 68 % en el último año y medio.
En este contexto, Putin mueve ficha y sacude el tablero. Primero, anunció medio billón de rublos para cuestiones sociales tratando de acallar a la ciudadanía. Luego, anunció una reforma de la Constitución que supone un cambio de modelo político para Rusia para seguir en el poder al finalizar su mandato, erosionando las competencias del presidente (cargo al que no podrá volver a presentarse), y fortaleciendo las competencias del Parlamento (que pasaría a designar al primer ministro y a su gabinete) y del Consejo de Estado. Ante más de 600 diputados, senadores y élites del país señaló que «así aumentará el papel del Parlamento y de los partidos políticos, los poderes y la independencia del primer ministro». Acto seguido, el primer ministro Medvedev dimitió para facilitar la estrategia del presidente, que puso en su lugar a Mikhail Mishustin, elegido sin votos en contra. Todo el mundo sabe qué quiere Putin, pero nadie sabe qué va a pasar. Ya lo decía el poeta y diplomático Fiodor Tyutchev, «Rusia no puede ser comprendida por la razón».