En 1610 William Shakespeare escribió en Cuento de Invierno: «Desearía que no hubiera edad intermedia entre los dieciséis y los veintitrés años, o que la juventud humana durmiera hasta hartarse, porque no hay nada entre esas edades como no sea dejar embarazadas a las chicas, agraviar a los ancianos, robar y pelear». Y así hasta hoy, el estereotipo del adolescente transgresor forma parte de la diferencia intergeneracional. Evidentemente se trata de un discurso elaborado desde una mirada adultocéntrica que nos otorga el don de determinar qué es «portarse bien» y qué es «portarse mal».
Ejercer la autoridad es complejo. Requiere de un poder, pero también de un conocimiento, de capacidad de control, pero también de habilidad para convencer. La relación de los jóvenes con el poder y el control es ambivalente, ya que por una parte lo buscan, y por otra parte intentan burlarlo. Es su modo de encontrar un lugar propio más allá del sometimiento y debemos asumir que es bueno que esto sea así. Forma parte del proceso de madurar, igual que la frustración. De los adolescentes nos preocupa su «buena conducta», sin entender a veces que la «mala conducta» es parte de su esencia. La función de los supuestamente adultos debe ser poner límites y transmitir un saber. Pero, en tiempos de pandemia, desde algunas instituciones se ven muchos más esfuerzos en vigilar y castigar que en la educación de los jóvenes. Será porque esta última necesita de tiempo y vivimos una situación de emergencia, y será también porque los puentes a través de los que nos comunicábamos con los adolescentes hace al menos una década que se han hecho muy frágiles.
Durante el confinamiento a los adolescentes les propusimos la inmersión digital, y tuvimos la impresión de que lo hicieron muy bien. Convertimos en medida sanitaria aquello que, días antes, considerábamos potencialmente patológico. Confesémoslo, molestaron poco. En la desescalada fuimos incapaces de establecer normas específicas que los tuviera en cuenta como grupo de edad diferenciado, con sus propios intereses y necesidades. Y cuando llegó lo que quisimos llamar «nueva normalidad» hemos vuelto, como el personaje de Shakespeare, al estigma de su mal comportamiento.
Dentro del furor normativo en el que hemos entrado como respuesta a la pandemia, hay lugares donde se ha establecido la prohibición de relaciones sociales entre no convivientes. Para la inmensa mayoría de los jóvenes esto es igual a una prohibición de mantener relaciones sexuales. La intimidad física entre adolescentes no convivientes está prohibida, así de fácil, sine die. No nos olvidemos de que las pachangas de fútbol, los botellones, los encuentros en los parques, las noches de fiesta y muchos otros rituales de socialización juvenil son esenciales en la construcción de su identidad, porque en ellos lo sexual, en un sentido amplio, está en juego. Nuestro mensaje pareciera ser: seguid haciendo lo vuestro, pero a través de Internet. De este modo vetamos el cuerpo como lugar de la experiencia. Una de las consecuencias evidentes es que estas son normas que algunos jóvenes no van a cumplir. Otra es que, de prolongarse esta situación, la maduración psicoemocional de toda una generación está en juego.
La educación siempre debe ser pensada como algo más que adiestramiento. Necesitaremos generar un marco normativo y convivencial razonablemente estable y comprensible que tenga en cuenta además que, mal que nos pese, no es lo mismo tener 15 años que 55. Si queremos que los jóvenes se impliquen y comprometan en el proceso de cambio social en que estamos inmersos, vamos a tener que establecer con ellos una relación en la que les escuchemos, sirvamos de modelo y propongamos construir un futuro colectivo deseable. Este es un proyecto esencial en el que ya vamos con retraso.