
La propuesta de Rufián sobre armonización fiscal, aceptada por los partidos del Gobierno, ha desconcertado a tirios y troyanos. No es para menos. Durante décadas, los nacionalistas catalanes y vascos prestaron su muleta, a tipos de interés de usura, para que PSOE y PP pudieran gobernar. Después, los catalanes se tiraron al monte y pusieron precio inasumible a su apoyo. Le tumbaron el primer proyecto de presupuestos a Sánchez porque el precario Gobierno salido de la moción de censura no les permitía avanzar hacia la soberanía política y fiscal. Nunca, ni en la etapa de la muleta ni en la del monte, quisieron involucrarse directamente en la gobernación de España. En el 2002, Aznar le ofreció una cartera ministerial a Jordi Pujol y este la rechazó con un argumento inapelable: «No gobernaré la nación española, porque mi nación es la catalana».
Así fue hasta ahora. Pero, de repente, Gabriel Rufián, que anteayer defendía para Cataluña un cupo similar al vasco -a un paso de la soberanía fiscal- y ayer, la independencia política, se descuelga con una propuesta de hombre de Estado (español). No solo quiere gobernar en España, al contrario que Pujol, sino que propone acabar con el «chiringuito fiscal» y el dumping de Madrid y, en consecuencia, aboga por reducir la autonomía financiera de las comunidades de régimen común. Es decir, se alinea con la derecha recentralizadora que siempre consideró un dislate dejar una cosa tan seria como los impuestos en manos de las autonomías. Por eso, una vez superado el asombro, espero atronadores aplausos por parte de las bancadas que siempre recelaron en dar a las autonomías vela en el entierro fiscal.
Porque esto no va, queridos amigos, de subir o bajar impuestos. Lo que se dilucida es quien tiene la capacidad normativa de subirlos o bajarlos: o los Parlamentos autonómicos o las Cortes Generales. No se apresuren a tomar partido por una u otra opción, porque la cuestión, cuando se examina impuesto a impuesto, solo resulta disyuntiva simple para los extremos. Si usted es nacionalista o su pie bordea la autodeterminación -como le sucedía al «delfín» Cuiña-, entonces no hay duda: usted opta por el modelo vasco y navarro y por la instauración de diecisiete sistemas fiscales distintos. Le confiere a Feijoo y a sus sucesores la exclusiva de meter mano en su cartera. Si, por el contrario, usted aborrece las autonomías, al igual que Vox, le sugiero apostar por una fiscalidad única y centralizada y que Sánchez o Casado, cuando sea presidente, decidan su cuota de IRPF o cuánto debe pagar usted por su herencia o su patrimonio.
Entre ambos extremos existe un amplio espectro de grises, que pretendo comentar en un próximo artículo con permiso del director. Hoy solo quería subrayar la inaudita transformación de Rufián. El pacto de la armonización fiscal acabará en agua de borrajas. Y es lástima, porque, de consumarse, podríamos asistir a una insólita imagen parlamentaria: al PSOE reconciliándose con su alma más centralista y al PP acogiendo en su regazo a Rufián arrepentido.