Hace unos cuantos meses, le preguntaron a Rocío Carrasco en una rueda de prensa, si vería Supervivientes, donde concursaba su hija. «¿Eso lo dan en Netflix?», contestó irónica Rocío, elevándose a la categoría de los que solo consumen «buena» televisión. Supervivientes, de Telecinco, era la escoria. Como todos esos programas de corazón que llenan horas con cotilleos sobre los famosos. Ahora, como un bombazo mediático, Rocío Carrasco va a darle a esa misma televisión, a Telecinco, y a La Fábrica de la Tele, la misma productora que hace Sálvame, el espacio del que ella echó pestes, su versión de toda una vida de calvario. Pero no lo hace en un plató, sino en el formato de moda, la docuserie, como un envoltorio que de partida presupone más rigor, más seriedad y más verdad a lo que los protagonistas van a decir. Rociito se adorna y se protege en el documental como una fórmula idónea de respeto, de sinceridad y de veracidad que a estas alturas de la historia ya no cuela. Porque son los mismos que la apalearon en su momento los que ahora la aúpan al trono del victimismo y porque Rocío, que nació con las cámaras de televisión encima, sabe perfectamente a quiénes se está vendiendo ahora. Lo pueden disfrazar todo lo que quieran e incluso ella puede contar secretos que hasta hoy se ha callado que poco va a cambiar. Rociito no es Nevenka. A una la veremos en Telecinco y a la otra en Netflix. El espectador, también cuando se trata de documentales, sabe diferenciar.