Hay en esa manera hierática e implacable de despreciar al otro de Rocío Monasterio un odio que bien aguantaría una docuserie como la de Rocío Carrasco. Con todas las salvedades, por supuesto, pero ese Rociismo que nos está invadiendo ha acabado por enredar de tal manera a las productoras de televisión que ayer mismo el objetivo de Pablo Iglesias, lejos de ser un rival político, no fue otro que Ana Rosa. Porque Telecinco está metido hasta las cejas desde que también Jorge Javier ha hecho mítines con Gabilondo. Mediaset está en todas las salsas, y en este rociismo emocional que destila, el líder de Podemos ha ido a por Ana Rosa, a la que ha acusado de «haber hecho popular y famoso el mensaje de la ultraderecha normalizándolo». Y, claro, todo se ha disparado tanto que en este otro docudrama, Monasterio y su «lárguese» han terminado por dinamitar el lenguaje político, que ha hecho explotar por los aires la palabra fascismo. Ahora todos son fascistas, porque el término está manoseado y todos lo quieren para su diccionario. Es la marca del odio, del autoritarismo y de los antidemócratas. Por eso Ana Rosa se lo ha lanzado como un dardo a Pablo Iglesias: «Es usted un fascista. Me está señalando». Pero cuidado: con este bombardeo corremos el peligro de borrar el significado de las palabras y quitarle gravedad a su uso. Ojo a ese fascismo lingüístico que nos quiere hacer a todos iguales.