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Las elecciones parlamentarias tunecinas del 2019, con una participación de tan solo el 41,72 %, la más baja desde el derrocamiento de Ben Alí en el 2011, se caracterizaron por la gran fragmentación del voto. El partido de Ennahda, con el 19,5 % o 52 escaños en un parlamento de 217, fue el partido que consiguió más votos. Le siguió Qalb Tunes con el 14,5 % o 38 asientos y el Partido de la Corriente Democrática con 22 escaños. Los tres siguientes lograron entre 16 y 21 asientos cada uno.
La debacle de Nidaa Tounis, el partido secularista que había logrado 86 escaños en el 2014, y que solo arañó tres en el 2019, supuso que entre las siete fuerzas más votadas no hubiera ninguna que no fuera islamista.
La baja participación y la fragmentación fueron las señales más evidentes del descontento de la población con la clase política que había generado tantas expectativas tras la Revolución de los Jazmines. El apoyo en el 2019 a un candidato presidencial independiente, con una campaña modesta, como es Kaïs Saied, quien obtuvo el 70 % de los votos en la segunda ronda electoral, puso en evidencia que sus promesas de luchar contra la corrupción convencieron a los votantes, la mayoría jóvenes, en un país donde la grave crisis económica ha ido agravándose hasta alcanzar el 30 % del desempleo.
Pero, las protestas que han propiciado que Saied haya cesado al primer ministro, haya suspendido las actividades del Parlamento despojando de su inmunidad a los diputados y haya iniciado un procedimiento por corrupción contra algunos de los responsables de los tres partidos principales han hecho saltar las alarmas por un posible golpe de estado. Sin embargo, los jóvenes que lo apoyan han mostrado su satisfacción en un momento en el que la crisis sanitaria por el covid ha demostrado la ineptitud del Gobierno.
Son muchos los que esperan que en el plazo de un mes, tal y como ha prometido, haya un nuevo Ejecutivo y se convoquen elecciones porque Túnez es el último rescoldo democrático de la casi fenecida Primavera Árabe y no debe ser apagado.