Sobre la inflación y la Diada

OPINIÓN

FELIPE TRUEBA

11 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando hablamos de inflación nos centramos siempre en la política monetaria, y acabamos definiéndola como un proceso de alza de precios y deterioro del dinero cuyo valor tiene que reflejarse en billetes que añaden ceros y más ceros a su valor nominal para mantenerse operativos. Así sucedió en muchos países y momentos de la historia, antes incluso de que la renombrada Escuela de Salamanca empezase a analizar lo que sucedía en toda Europa a comienzos del siglo XVI, cuando España inundó de oro y plata unas economías que no podían aumentar la producción de bienes y servicios en similar proporción. Los siglos XVIII y XX conocieron episodios dramáticos de este tipo en países tan potentes como la Francia de Luís XV y Luis XVI, la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial, y, con mucha frecuencia, en países como Argentina o la actual Venezuela, donde el peso es una ruina y el bolívar no vale nada.

Se trata de un problema muy complejo, y lleno de trampas saduceas que no se puede tratar aquí. Pero yo lo invoco, en relación con la Diada, para significar que la inflación no se manifiesta solo en la moneda y los precios, sino en todos los intercambios de bienes y valores que se pagan en dinero o especie. Por eso la Diada de Cataluña, que hoy se celebra, está totalmente devaluada, porque, a base de inyectar política y conflictos en el proceso de autodeterminación de Cataluña, se generó un proceso de devaluación del chantaje político, económico y emocional de tal calibre que no cotiza en ningún mercado político serio, ya que, por una noche de vandalismo, en el Paseo de Gracia, apenas te dan una bolsa de pipas.

Hoy no hay declaración, manifestación, algarada, Diada, procés, historia inventada, mesas bilaterales o aeropuertos bloqueados que preocupen a nadie cuyo salario no dependa de este barullo tosco, pelma y aldeano con el que nos quieren amedrentar. Y para ocupar los espacios informativos que antes provocaba una jaculatoria de Junqueras o un chiste de Rufián -¡éramos unos pardillos!-, tendrían que meterse todos los catalanes en la plaza de Cataluña, donde no caben; jurar defender la estelada con su sangre; regalar constituciones republicanas ya proclamadas y refrendadas, impresas por Calleja -el de los cuentos- en catalán e inglés; quemar en una sola hoguera todos los contenedores de Cataluña y todas las banderas de España fabricadas entre los años 1714 y hoy; y retirar al Barça de la Liga. Aunque ni con esas podrían evitar que, si tal algarada se transmitiese en directo, el 80 % de los espectadores cambiase de canal.

Sánchez lo sabe. Y por eso está eligiendo la vía del desplante -sacada de la tauromaquia- para desactivar un conflicto banal que hasta ahora confundía con la tercera guerra mundial. Lo malo es que Sánchez es hoy el único español al que Rufián tiene atado por donde más le duele. Y por eso, solo por eso, aún es posible que el independentismo evite in extremis que el miserable bochorno del «España nos roba» termine ya, como el rosario de la aurora.