
Casino de Lisboa, 27 de mayo de 1871. Habla el poeta Antero de Quental: «A decadência dos povos da Península nos três últimos séculos é um dos factos mais incontestáveis, mais evidentes da nossa história». Así es. Esta Península Ibérica en perpetuo atraso respecto al corazón de Europa requiere reflexión y acción para superarse a sí misma. Junto con Antero de Quental, otros gigantes lusitanos: Eça de Queiroz, Oliveira Martins, Teófilo Braga…
De Quental se dirige al auditorio calificándolos de «peninsulares». Se refiere a los hispanos o ibéricos, incluso «a nós Espanhóis». Loa a Alfonso X el Sabio, a Averroes, a Ibn-Tophail, a Maimónides y a Avicebrón. Un Alfonso X el Sabio tan excelso que hasta el Sacro Imperio Romano Germánico le ofrece su corona. Luego recuerda que de las 43 universidades establecidas en Europa durante el siglo XVI, catorce habían sido fundadas en España. Y, además, «fora da Pátria guerreiros ilustres mostravam ao mundo que o valor dos povos peninsulares não era inferior à sua inteligência».
Pronto todo descarrila. Él culpa a Trento, al absolutismo y a las distantes conquistas estériles. Compara resultados: «A Austrália tem feito em menos de 100 anos de liberdade o que o Brasil não alcançou com mais de três séculos de escravatura!».
Esa decadencia es hoy la brecha que pocos quieren ver. ¿Le interesa a alguien la definitiva convergencia con Europa, o es un lema ya olvidado? Eso parece. Tampoco interesa preguntarse por qué no hemos convergido ya, o qué precisamos para converger de una vez. ¿Cuántas décadas necesitaremos, a diferencia de otros países?
En A jangada de pedra —La balsa de piedra—, Saramago aún se duele del mismo mal denunciado por aquellos regeneradores de finales del XIX. Ahora, cuando tenemos la misma moneda, el mismo arancel exterior, la misma orientación macroeconómica, igual dependencia de la política de cohesión europea, ahora resulta que ya no se oyen voces de poetas, ni de escritores y todavía menos de estadistas para que diseñen y realicen el camino de la unidad peninsular. Una unidad inserta en otra mayor, europea, como la que vislumbró Víctor Hugo en 1849. El mismo Hugo que en 1867, al abolir Portugal la pena de muerte, escribió al Diário de Notícias: «Portugal dá o exemplo à Europa».
Podemos volver a estar en la vanguardia, como antes del inicio de esa secular decadencia denunciada por Antero de Quental. Pero debemos proponérnoslo, con bizarría y coraje. El bardo luso concluyó: «A nossa fatalidade é a nossa história… Respeitemos a memória dos nossos avós; memoremos piedosamente os actos deles; mas não os imitemos».