El Ebro nace en Fontibre

OPINIÓN

20 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

«El Ebro nace en Fontibre / y va morir en Tortosa, / y aprende a ser noble y fuerte /en Navarra y la Rioja». Así cantaba Pepe Blanco —el que no fue ministro— en los años 50. Aunque ahora, influidos por la memoria histórica, que todo lo revisa, no falta quien diga que nace en el pico Tres Mares, tergiversando la autoridad de Pedro de Lorenzo, el poeta de la prosa, que, hablando de las tres cuencas peninsulares, hace esta bellísima observación: «Una gota de lluvia, caída en la cumbre de Peña Labra, puede acabar en el Cantábrico por el Pas, en el Atlántico por el Pisuerga, o en el Mediterráneo por el Ebro».

En todo caso, el Ebro es el río más caudaloso de España, que tiene dos grandes crecidas cada año —en otoño y primavera— que multiplican por entre tres y cinco su caudal medio anual. Que la crecida de este año haya sido ligeramente menor que la del 2015 demuestra que las inundaciones son frecuentes y devastadoras, y ponen ante nuestros ojos una estructura hídrica tan irregular y descuidada que, mientras unas tierras sufren incontenibles avenidas, que causan enormes destrozos en la agricultura y el patrimonio, otras se resecan, y, en vez de dar los frutos esperados, solo alimentan las cansinas profecías sobre la inexorable desertización del país.

Por eso me pregunto, en plan Casado, ¿qué córcholis tiene que pasar para que, hablando a diario del cambio climático y de las transiciones energéticas, estemos obsesionados con fabricar baterías e hidrógeno verde —que se pueden importar—, sin que nadie se atreva a introducir en la agenda del nuevo país el estudio de los grandes planes hidrológicos que pueden paliar, e incluso eliminar, desiertos e inundaciones. Aunque no esté de moda el decirlo, la España de hoy está viviendo de aquellas obras hidráulicas con las que tantos chistes hicimos, que regaron, abastecieron y proporcionaron energía para la primera modernización del país, en la que se produjeron algunos errores de perspectiva, no mayores que los que nos reprocharán nuestros nietos antes de que acabe el siglo.

Aunque es cierto que en esto tampoco hay piedras filosofales, no hace falta ser ingenieros para denunciar que el tancredismo hidrológico en el que nos hemos instalado, sin más base científica que el conflicto ideológico que domina nuestra política —la izquierda desalinizadora contra la derecha trasvasadora—, empieza a sonar a un suicidio colectivo que equipara en irresponsabilidad al PSOE y al PP. La historia del mundo, desde Mesopotamia y Egipto hasta los romanos y los árabes, es el resultado de la domesticación y ordenación del agua. Pero la tendencia actual, al menos aquí, es que todo lo que hay en el mundo se puede trasladar y o modificar a capricho, menos el agua, que, patrimonializada por las autonomías, hay que consumirla donde Dios la puso. Yo no tengo solución, ni descarto que se dictamine que no la hay. Pero tengo muy claro que este problema, que también activaría la economía, hay que ponerlo sobre la mesa ya. Porque mañana puede ser tarde.