El desdoblamiento sentimental del artista

Cristina Gufé ESCRITORA, LICENCIADA EN FILOSOFÍA Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN

OPINIÓN

BENITO ORDOÑEZ

19 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo experimentan los artistas y lo padecen sin alcanzar la posibilidad de darle nombre. Vagan en su ensimismamiento amoroso durante años antes de alcanzar la meta. Es una condena al infierno estar enamorado de la luna, del vecino del cuarto, del médico de urgencias, del amigo de la amiga, del marido de la otra o de la pareja del otro. Diderot, en Jacques el fatalista, nos habla del incansable interés que despierta el amor en la vida humana. Tal vez se conformarían con una cita, alguna forma de transgresión, pero ese ser, el que colmaría el afán de enamoramiento, no nació; persiste en la mente más vivo y sin extinción que el dinosaurio en el diminuto cuento de Augusto Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».

Si hay algo voraz es la insaciable sed del que lleva el arte consigo como a un hijo gestándose en el alma del sueño, en el alba de la despedida, entre los andenes del tren, en el pasadizo de la fiesta cuando retiraban la carpa del circo, o el payaso anhelaba irse a dormir. El amante de la luna en guijarros de amenaza de amor cortés se viste a la moda y persigue el humo que se desprende de las casas. El arte se alimenta de amor como de la sustancia convertida en clorofila o de la luz que se apaga en el día más largo.

Si alguien quisiera palparlo para dar fe de todo esto, que vaya al teatro, al cine, lea novelas, o acuda a la ópera que repite el argumento sin cansarnos. Sospechará que el autor de los Esperpentos, además de su esposa, cuenta con un harén enclaustrado que no precisa espacio, que se pavonea en sus vivencias como erizo horadando la conveniencia de las buenas costumbres.

La esquizofrenia se cultiva en la mente del artista que convive con la desesperanza al comprobar cómo todos se van: los pasajeros llegan a su destino, los ciclos vitales explosionan en el cumplimiento de sus funciones y el enamorado que ama desde siempre un subproducto tan eufórico como el deseo que se le agazapa, retumba de noche y en otro amanecer, mientas el tiempo amenaza con hacerlo desaparecer también a él.

El artista llega a los noventa años y descubre que nadie le ha sacado a bailar, que los hijos no le han privado de su propia adolescencia, porque la demencia permitirá recordar que ha querido a otro, que la otra nadie sabe quién es —él mismo lo ignora—. La culpa de todo procede de la tensión que exige el arte, de la mano del afán de amor que se escondía en los pliegues de un cerebro y del que todo se alimentaba —por eso el público aplaudía de aquel modo—. Al despertar, sentías pasar los años y al dinosaurio que todavía estaba allí. ¿Diría esto Monterroso?