Fui a ver la exposición del Círculo de Bellas Artes de Madrid sobre Hergé, el creador de Tintín. No me cuento entre los tintinófilos, que le profesan un culto casi religioso, pero le tengo cariño a este periodista de cómic al que en todas sus aventuras no se le ve escribir más que un solo artículo. De pequeño no tenía sus álbumes, que no eran fáciles de conseguir, así que los iba a leer a la Biblioteca Provincial de Lugo, entonces sita en el Palacio de San Marcos. No era mal lugar para aficionarse a la lectura, un palacio. Ni tampoco mala lectura para empezar, esta del mundo de Tintín.
Porque, y ahí estaba la gracia, se trataba realmente un mundo, o más precisamente de una geografía. Las tramas, aunque cuidadosamente construidas, son sobre todo excusas para viajar, y, una vez que uno olvida las historias, lo que queda son las estampas de los lugares. Porque lo que late en el fondo de la obra de Hergé es esa pulsión del viaje, una pasión que solo alcanza toda su intensidad entre los que no viajan; como Hergé, que no había visitado ninguno de los países a los que envía a su personaje. Como el Asia exótica de Salgari, el mundo de Hergé es una fantasía de ratón de biblioteca, un paisaje de la imaginación construido a base de mapas e ilustraciones de libros. Por esto retiene esa calidad soñadora de tarjeta postal antigua, con el glamur del matasellos en el que figura un topónimo evocador (Yakarta, Shanghái, Nueva York… O Vigo, que aparece mencionado en El cangrejo de las pinzas de oro).
Pero, además, Tintín es el sueño de una época muy concreta. Igual que se puede considerar a Astérix la encarnación de las Trente Glorieuses de Francia y a Mortadelo el símbolo del desarrollismo español de los sesenta, Tintín es el producto refinado de la Europa de entreguerras, que fue cuando Hergé fantaseó con hacerse reportero y viajar. Es la celebración del trasatlántico, el aeroplano deportivo, el teléfono fijo, la radio, el culto literario del detective diletante, la egiptología… Los juguetes de aquella época a la vez vibrante y terrible, aquel breve interludio de entusiasmo entre dos tragedias inconmensurables. Yo diría que lo que fue el Cándido de Voltaire para el siglo XVIII, lo fue Tintín para el XX: un testigo inocente que recorre un mundo lleno de peligros y maldad sin apearse de su optimismo de boy scout. Por eso Hergé le dio intencionadamente un rostro muy simple y sin apenas capacidad de expresión: para que hiciese mejor ese papel de representante de todo el mundo.
Como casi todo optimismo, sin embargo, el de Hergé encerraba celosamente una frustración. En la exposición figura el triste autorretrato que se hizo en 1947, en el que Tintín le tiene esclavizado y le amenaza con el látigo para que le siga dibujando. A lo largo de los años, Hergé dudó si no sería mejor abandonar a sus personajes y probar suerte como pintor moderno, que es lo que en realidad quería ser. Pero cada vez que lo intentaba le salía un Miró o un Paul Klee. En la exposición pueden verse sus cuadros, como ejercicios fallidos, junto con su propia colección de arte contemporáneo, una pasión que le dominó hasta su muerte (literalmente, porque su último cuadro lo compró mientras agonizaba en la cama del hospital). Hasta que finalmente Hergé se dio cuenta de que eran los artistas modernos quienes empezaban a inspirarse en su mundo; como Lichtenstein, o como Warhol, que le conoció y le hizo uno de sus célebres retratos. Y ahí está, como Marilyn y Mao: otro icono pop más del siglo de la doble equis.