
Nunca había salido de Cuba. Vino para cursar con beca el MPXA (mpxa.net) que organizan en la Universidade da Coruña las fundaciones Santiago Rey y Amancio Ortega. La chica, con experiencia en la televisión cubana, tardó meses en reconocer lo que más le había sorprendido al llegar: los supermercados. Se reía de sí misma al referir el escándalo inicial: «¿Pero qué harán con toda esta comida?». Acostumbrada a los supermercados públicos y vacíos, no podía imaginar que aquel material se fuera reponiendo a medida que se consumía. Daba por supuesto que se tiraba. Otro, en ocasión y lugar diferentes, contó que un pariente tenía una cualificación académica de alto nivel, pero había preferido un trabajo que requería pocas habilidades intelectuales porque le pagaban más o menos lo mismo y disponía de oportunidades para «la busca», como llaman a conseguir, mediante trueque casi siempre, cosas que suelen faltar en las tiendas porque van directas al mercado negro. A una señora cubana la escucharon extrañarse de la oferta de tantísimos dentífricos distintos: «¿Para qué?».
También me acordé de una visita con estudiantes a la Rusia de los primeros noventa. A los chavales les divertían las cafeterías públicas porque cobraban en rublos, aunque a menudo los empleados exigían sobornos para dejarles entrar. Quizá para completar sueldos o quizá para vengarse de que tampoco ellos podían entrar en las tiendas para turistas.
Así que allá Podemos con la propuesta de supermercados públicos, quizá algo primitiva, pero muy próxima a las ideas de Yolanda Díaz. Deberían ir con cuidado. Como dijo un observador yanqui: «Los españoles piensan como cubanos, pero viven como americanos». Y si hay que elegir…