
Santiago afrontó hace ahora treinta años una advertencia: si no quería poner en riesgo su reciente título de ciudad patrimonio de la humanidad, el arquitecto Josef Paul Kleihues debía recortar la altura del acristalado polideportivo del histórico IES Rosalía, desde cuya grada se puede entretener el aburrimiento de un partido admirando el espectáculo de la fachada de la catedral dibujado por el sol del atardecer. Tras fuerte polémica, la Xunta impuso al Concello su criterio de que se alteraba la postal del casco histórico desde la Alameda. El alemán se tragó el orgullo de arquitecto de relumbrón y aplicó la tijera a su racionalismo poético. Metro y medio. Casi imperceptible para el ojo no experto, muy al contrario que la panorámica degradante de la Praza do Obradoiro convertida en un gran pícnic, salpicada de botellones o atronada por los cánticos entusiastas de grupos religiosos o patrióticos. Inconsciente falta de civismo. ¿Qué tamaño debe alcanzar el pétreo mantel, qué nivel los decibelios, qué dimensiones el embotellamiento peatonal en las rúas medievales de la concha de vieira, para que la Unesco ponga a Santiago en la lista de patrimonio en peligro, como a Venecia? Salvando diferencias entre ambos ecosistemas, hay un diagnóstico común: pérdida de vida propia y de autenticidad histórica. Sustitución de vecinos por turistas. Santiago está a tiempo de no dejarse devorar. Requiere colaboración de las administraciones y pasos firmes: de la tasa turística para invertir en servicios a la flexibilidad en la reforma de vivienda para que los vecinos no estén condenados a residir en el siglo XIX, y empezando por algo tan elemental como dar a la policía respaldo legal para levantar un pícnic en el Obradoiro.