
Defendía en otra época que eso de que la cara es el reflejo del alma funciona mal hasta los cuarenta años, y que vuelve a dejar de funcionar después de los setenta. Mi experiencia mostraba que, antes de los cuarenta, cualquier demonio puede esconderse detrás de una cara angelical, y cualquier rapaz bueno y poco agraciado puede parecer malo. Después de los setenta, hasta al asesino en serie más cruel se le pone cara de abuelo achuchable. Mantuve tal idea hasta que conocí a Trump. Él nunca había llegado a adquirir esa ternura bonachona y apacible que inspiran los abuelos. Pero el sábado pasado una bala le arrancó un trozo de oreja y vio la muerte a pocos centímetros: a una pulgada y cuarto, como él apunta. Quizá advirtió por primera vez en su vida que es mortal.
Algo me dice que Trump ha cambiado, aunque a lo mejor se trata de una pose muy premeditada y conseguida. Probablemente le dure poco ese aire más reflexivo y sereno, pero hay que reconocer que le sienta bien. No me extrañaría que tuviera que ver con una sensación de fragilidad que acaso desconocía hasta entonces. Imagino qué se le pasará por la cabeza cada vez que suba a un escenario, cada vez que ofrezca un blanco desprotegido incluso en su propio campo de golf. De verse como un campeón millonario y mujeriego, capaz de arrastrar a millones de personas, a sentirse vulnerable como una porcelana fina o un cristal delicado, que se pueden quebrar casi con un roce. Esa es la cara que se le ha visto estos días: la de un hombre que sigue, pero sin poder olvidar ni un instante que va a morir, que podía haber muerto ya.
Ayer estuve viendo su discurso del jueves en la convención republicana. Tardó poco en llamarle loca a Nancy Pelosi