
Se me hace muy extraño escribir esta columna en el periódico a los pocos días de la muerte de su editor, que siempre creímos que era inmortal. Es como caminar —como Thomas Edward Lawrence— por las gargantas de las montañas de Arabia escuchando el eco de la propia voz que grita: «Si eres tan titán, titán, titán…». A mí Santiago Rey, en uno de los actos que organizaba La Voz en la sede de la Academia Galega —en ese espléndido edificio que les regalaron la hija y la nuera de la Pardo Bazán y al que no hizo ascos la insigne institución—, me dijo con su voz tonante: «Te leo». Una afirmación, por otro lado, innecesaria y obvia, pero que no era una frase informativa, sino la confirmación de que era el narrador omnisciente de su periódico. Yo llevaba apenas unos meses con esta columna que, como el tempus fugit, pronto va a alcanzar los quince años, los que han pasado para todos.
A mí, no sé por qué, morir en agosto siempre me ha parecido doblemente trágico, faulkneriano. En agosto murieron Julio Cortázar, Truman Capote, Joseph Conrad y Thomas Mann. Antonio Machado, que murió en Collioure en aquel trágico febrero de 1939, escribió horas antes en un papelito: «Estos días azules y este sol de la infancia». Eso que vemos nosotros en agosto. Rosalía quería —desde la ventana de su casa de Padrón— ver el mar. El mar que estaba viendo Machado cuando escribió su verso. Dijo aquí Barreiro ayer que la vida es, ante todo, un deber personal irrenunciable. Santiago Rey era genéticamente un periodista que cumplió con su deber, y, tras esa intensa vida que viven las personas que tienen una misión, se fue, dejando el mismo eco que Lawrence de Arabia: si eres tan titán, titán, titán…