Sigue habiendo esa creencia de que al fútbol se va a desfogar, que uno se sienta en la grada para soltar toda la bilis por la boca, como un ejercicio liberador permitido por todos. El fútbol como canalizador del estrés y de la ansiedad, como vía de escape de la furia, de la mala leche, de la frustración. Por eso seguimos justificando lo injustificable, que desde la grada se insulte a un chaval de 17 años, que es un crac, un genio del balón, con los más miserables desprecios. El racismo está ahí, en esa gente salvaje, que es capaz de elevar a Lamine a la categoría de Dios cuando gana con España, pero es un «puto negro», «un puto moro», «un mena de mierda» que debería ir a «vender pañuelos en los semáforos» cuando lleva la camiseta del Barça. Esa gente salvaje, racista, gritó el sábado desde el Bernabéu. Y esa gente salvaje también le gritó «mono» a Vinicius en Son Moix. Por eso el fútbol debería ser ejemplar en esto y debería pegar un golpe en la mesa y decir «¡Basta ya!». Ni un solo insulto racista más. Y si se tiene que cerrar el Bernabéu, que se cierre. Lamine Yamal se merece, lo primero, el respeto de la gente que lo va a ver jugar. Además, solo hay que ser un poquito, un poquito listo para entender que lo único que hace este jugador de 17 años es permitirnos disfrutar a lo grande. Al fútbol se va fundamentalmente a eso. Y a cantar, como le canta Estopa: «Lamine Yamal, cada día te quiero más, Lamine Yamal, Lamine Yamal...». A los salvajes tienen que echarlos del estadio.