
Primero está Bárbara Rey, el lío del monarca campechano, la bomba de Íñigo Errejón; luego el asunto del Balón de Oro, el futbolista Vinicius y el desplante del Real Madrid. También, en los mismos telediarios, algo del mal tiempo, una borrasca, una dana... pero es el diluvio universal. Y luego ya nada. Has perdido a tu vecino o a tu hermana, o estáis todos a salvo, pero el barro se apodera del mundo. Ya no hay agua, ni luz, ni casa. Por supuesto, pierdes todo lo que llevas vivido. En las televisiones de los lugares donde funcionan los políticos ofrecen dinero y aquello parece un concurso de culturismo. Pero es confuso. Los daños de las riadas están cubiertos por el Consorcio de Compensación de Seguros —ese organismo público que asegura las catástrofes— solo para aquellos que tengan una póliza de hogar, que serán unos pocos. Mientras tanto, los supervivientes miran en torno para recordar quiénes son y qué les ha pasado. Están, al igual que en el verso de Antonio Machado, casi desnudos, como los hijos de la mar.
Yo tengo un librito —un tesoro— comprado en Oporto en 1990 pero editado en Lisboa en 1748, titulado más o menos así: Relación del formidable y lastimoso terremoto sucedido en el reino de Valencia el día 23 de marzo de este presente año de 1748 a las 6 horas y tres cuartos de la mañana. Terremotos, incendios, inundaciones, manotazos de la bestia que duerme. Y nosotros, pequeños arrogantes, mirando al cielo, buscando una explicación, o simplemente, como siempre, llorando la tragedia.