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La cultura digital contemporánea experimenta una profunda contradicción. Por una parte, los medios de comunicación respaldan la autenticidad del contenido cultural; por otra, desestiman estos mismos principios cuando les resulta apropiado para alcanzar metas comerciales. En este escenario, la inteligencia artificial se presenta no como un peligro externo, sino como un reflejo que muestra las contradicciones intrínsecas al contenido cultural contemporáneo.
Los algoritmos de posicionamiento en redes y buscadores no persiguen la calidad cultural, sino la maximización de la difusión y la notoriedad. Por lo tanto, el contenido deja de centrarse en cubrir necesidades culturales para adaptarse a patrones que los algoritmos recompensan, generando una especie de tiranía donde lo importante es lo que seduce a las métricas, no lo que promueve la reflexión o el pensamiento crítico. El dilema no radica en si la inteligencia artificial puede o no sustituir al profesional, sino en por qué los medios están dispuestos a renunciar a calidad y variedad para cumplir con los algoritmos.
En el fondo del asunto hay un profundo dilema ético. Parece sencillo criticar la inteligencia artificial por su influencia social cuando, en realidad, sus contenidos se están moldeando según lo que dictan los algoritmos, por decisiones humanas y no por imposición de las máquinas. Al subordinar el control de la producción cultural a indicadores de tráfico, el contenido se desdice de su propia naturaleza creativa.
En este contexto, el conflicto de la era digital no radica en «lectores o usuarios», sino en «principios o conveniencia». La inteligencia artificial no está degradando la cultura; es una opción lógica modificar los contenidos para obtener visibilidad, sacrificando de esta manera la abundancia y variedad del escenario cultural para normalizarlo o neutralizarlo.