El lunes pasado evocó al mundo entero el tremendo fenómeno de la violencia machista. Ojalá tal ejercicio de memoria, de conmemoración, no se ritualice y olvide, arrasado por las urgencias y menesteres del día a día. Sobre todo por el respeto y afecto a las víctimas. Hablando de ellas, convendría resaltar, tanto como se pueda, que murieron a manos de varones con los que habían mantenido relaciones de pareja. Los mismos que las quisieron, los mismos a quienes ellas quisieron, fueron los que las mataron. Y, en búsqueda de explicaciones, aquello de que entre el amor y el odio las fronteras son evanescentes se ha instalado con éxito en nuestro imaginario colectivo. La clave estaría en el color o propósito con el que se tiñeran las emociones fuertes. La adrenalina no conoce códigos morales ni atiende a creencias o valores. Está ahí, simplemente, al servicio de las demandas de jerarquía superior. ¿Amar mucho... Odiar otro tanto? Allá voy, siempre a la orden. Es una bien mandada. Por supuesto que hablamos de fenómenos complejos y multicausales. Pero hay un factor decisivo en los crímenes de los «ex», o de los que temen serlo en cualquier momento. Veamos; un modo de representarnos la historia de la humanidad es tomar en cuenta cómo la propia percepción de su «grandiosidad» no ha dejado de ir tobogán abajo. En su momento, nos creímos el centro del universo, ilusionados con que estrellas y planetas giraban a nuestro alrededor. De esa ensoñación nos despertó Copérnico, y nuestro «narcisismo cosmológico» pasó a peor vida. Más adelante, frente a almas, soplos vitales y favoritismos en la creación, tuvimos que ir admitiendo la animalidad de nuestros ancestros, la deuda evolutiva con primates y parientes cercanos. De ese árbol, nunca mejor dicho, nos bajó Darwin. Así pues, el «narcisismo biológico» naufragó y se llevó al fondo con él mucha de nuestra autocomplacencia. Puestos en su sitio la casa, el planeta, y nuestra poco angelical historia evolutiva, la idea común sobre el «nosotros» fue abocada a la ramplona modestia. Pero todavía nos quedaba el individuo. Frente a la ruina de las alucinaciones narcisistas colectivas, nos queda la gestión del «yo». Y eso es cosa mía; ni la ciencia ni cosa cualquiera puede ordenar lo que deseo ver en mí. Estoy en mi derecho de amarme cuanto quiera, con razón o sin ella, aunque, como Narciso, mi imagen sea mi ahogamiento. Ahora el Sol soy yo. Y es esa perversión de la autoestima, ese delirio de amor autorreferente, lo que me convierte en tan grandioso como vulnerable. Sobre esta pesadilla fue Freud el que nos alertó, en algunos de sus —a mí modesto juicio— más brillantes textos. Cuando temo el abandono, cuando este ya es un hecho, o incluso si todavía es solo una imaginación celotípica, mi egocéntrico y fantasioso castillo de naipes empieza a derrumbarse. El principio de realidad se me muestra con la dureza y terquedad de las verdades empíricas. Así nace la « herida narcisista», alimentada a menudo por los mitos sobre el amor romántico, malditos sean. Que si ella me completa; que si ella es mi media naranja; que si el amor es eterno; que si el amor todo lo perdona; que si la puñetera costilla del Génesis, que hasta que la muerte tenga a bien separarnos. Y un largo etcétera; ¿alguien puede sorprenderse de que ciertos sujetos reaccionen ante el final, real o imaginado, de su relación como si hubieran sufrido una grave amputación? Ella, malvada, me ha destruido. No hay naranja sin su mitad. No hay eternidad si no destruimos este instante... Y así, el fondo del tobogán, el «colapso narcisista»: odio, rencor, venganza y muerte. Y, no pocas veces, la mía propia por el mismo precio. Ya quisiera conocer soluciones mágicas. Solo se me ocurre educación, discurso, y amor, sí. Pero de otro tipo. Contingente y lúcido. Lejos de esa cárcel en la que quedaron presos tantos narcisistas románticos. Y, en esa locura de amor, criminales.