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El mar está furioso, como el fuego que una tarde de abril quemó Notre Dame. Siempre nos acordamos de dónde estábamos y qué hacíamos cuando sucedieron grandes desgracias. Cuando el impacto de los hechos hace doblar la médula espinal del espíritu. O la luz del relámpago inmoviliza el cuerpo. Acontecimientos que hacen que uno deje de ser dueño de sus reacciones. Hoy se cumplen 37 años del gran éxodo de la Costa da Morte. Huían de la nube tóxica, la confusión y la empanada informativa de los organismos públicos. Todo derivado del naufragio del Casón y el consiguiente tributo de 23 vidas. Y fue un lunes de Semana Santa cuando las llamas calcinaron la joya gótica de París, el hogar de Quasimodo, el campanero jorobado de la catedral al que Victor Hugo le puso voz. Un canto a la compasión y a la empatía. Macron, Trump y Zelenski encabezaban los fastos por la exitosa recuperación de ese poema de piedra que es el templo galo y, en ese momento, nuestro mar vomitaba babas blancas de ira. Al tiempo que las olas acometían contra los pies de granito, en Camelle, un pueblo de la Costa da Morte que siempre creció a expensas del furor del Atlántico, sus gentes hacían memoria de sus náufragos. Los rostros perdidos. Nombre a nombre, día a día, mes a mes, año a año. Y así hasta cuarenta historias de dolor. Todos los que recordaban los presentes, entre lágrimas resecas y voces entrecortadas. Contaban cómo había sucedido, dónde estaban, qué hacían y cómo se sentían. Primos, hermanos, hijos, tíos o padres de alguien. Gente cosida a tragedias. ¡Y aún hay quien se empeña en sembrar dolor por esos mundos!