Viajamos. No sabemos donde comer. Sacamos el móvil. Y buscamos. Nuestros ojos se fijan en las fotos, pero nuestra cabeza pone toda la atención en las reseñas. ¿Hacemos bien en fiarnos de ellas? ¿No deberíamos desconfiar si un establecimiento que acaba de abrir tiene más de mil críticas elogiosas o negativas?
Vincenzo Colao es un hostelero romano. Tiene un restaurante especializado en pescado. Y un día recibió una propuesta en su teléfono: «¿Quiere comprar un paquete de reseñas en internet?». La rechazó. Pero ahí no quedó la historia. Le enviaron otro mensaje: «Si no las compras, te escribiré decenas de valoraciones negativas». Fue a la policía a denunciar «el chantaje constante», según relata al corresponsal del diario La Vanguardia en la capital italiana.
El caso de Colao y muchos otros han hecho que el Gobierno de Giorgia Meloni mueva ficha: hay que prohibir las opiniones anónimas y sin pruebas de haber estado en el local. Si la ley que proyectan sale bien, será imitada por otros países. Y no solo para las reseñas.
Pedro Sánchez señaló en Davos a las redes. Hizo el chiste de «hacerlas grandes otra vez» (en referencia a esa ametralladora de eslóganes con piel naranja y pelo imposible llamado Donald y apellidado Trump). Y en serio, abogó porque los dueños de estas plataformas sean responsables de los contenidos que circulan por ellas (como los medios). Pidió que los algoritmos sean transparentes. Y defendió acabar con el anonimato en comentarios o publicaciones. Merece un buen debate.