En algún momento de los primeros años de este siglo la capacidad para seguir a la vanguardia de la tecnología petó. Nos pasó a unos cuantos de la quinta, avispados digitales en el Mesolítico de las nuevas tecnologías a quienes un buen día la avalancha de los avances y su insoportable velocidad nos arrolló. Sin piedad. Ojo, sin congoja también. Desde entonces nos hemos mantenido en un umbral de tolerancia razonable que nos permite sobrevivir en este mundo de chips pero nos disuade de cualquier intentona de entrar al fondo de los corazones de silicio. Uno de los momentos más interesantes fue la llegada de la inteligencia artificial. El día que lo hizo, porque recuerdo que llegó un día concreto en el que la gente empezó a hacer cosas en Chatgpt como si siempre hubiese estado ahí, los de la quinta lo digerimos entre indiferentes y escamados, un combinado entre para qué quiero yo esto y esto ya lo vi yo en el 2001 y acaba mal. Por cierto, un inciso. Los nombres. Cuando los de la quinta ya habíamos domesticado la pronunciación de Airbnb (del primer erbenebé hemos conseguido rozar ya el erbianbí) andamos probando ahora el Chatgpt, metiendo vocales donde no las hay y jotas fonéticas donde tampoco las hay. En estas disquisiciones existenciales nos hallábamos cuando ayer mismo nos enteramos del crac de Nvidia, empresa californiana del 93 que hasta el lunes lideraba la inteligencia artificial generativa, que el martes perdió un valor equivalente a la mitad del PIB de España y que a estas horas se está acordando muy fuerte de Xi Jinping. Pero lo que más le interesa a mi quinta es su nombre, fruto de una historia que no viene al caso, porque que la tecnológica del momento se llame envidia y se dé una galleta como la recibida ayer nos devuelve a la poesía. Clásica.