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Los economistas tienen en el teorema de Pareto una brújula para orientarse. Su base es la siguiente: si los consumidores y productores son perfectamente competitivos y si, en los mercados, la información que se posee es perfecta; entonces, el equilibrio de mercado es eficiente. En consecuencia, no pueden existir fallos en el mercado y el propio libre intercambio, guiado por precios libres, conduce al equilibrio. Este teorema es la formalización teórica de la famosa frase de Adam Smith, la «mano invisible»; aquella que todo lo arregla. Smith solo la utilizó dos veces como sinónimo de eficiencia del mercado. Aunque, a decir verdad, es una mera tautología; pues la conclusión está determinada por las premisas predefinidas o impuestas. Esto es, bajo ciertas normas, sería imposible no llegar a la famosa mano invisible, puesto que las propias condiciones preimpuestas establecen inequívocamente el equilibrio.
Pero el problema aparece cuando el mercado perfecto no existe. Entonces, al aparecer los conceptos de rivalidad y de exclusividad en lo que atañe a los bienes, se abre un amplio abanico de posibilidades. De entrada, aparecen las externalidades negativas; o sea, el correspondiente coste o perjuicio marginal que ocasiona una decisión o una actividad sobre el sistema global o local. Tanto unas determinadas conductas, unas distintas decisiones o unas diferentes instalaciones, por ejemplo, suponen no llegar a alcanzar la eficiencia y poseer un coste que deteriora los mercados, afecta a la prosperidad y pone en duda la susodicha eficiencia paretiana.
Fue John Nash, premio nobel de economía en 1994, al que le dedicaron la película La mente prodigiosa, quien revisa las tesis de Smith y concluye que se equivoca con la instrumentalización de la «mano invisible». Afirma que la competencia no es buena de por sí; y, además, nos puede conducir a situaciones peores. Lo explica corroborando que, dada la interdependencia de las acciones y la capacidad de reacción de los agentes, hace que solo la cooperación sea la que nos conduzca a situaciones colectivamente óptimas. Lo formula bajo su teoría de juegos y en el famoso «dilema del prisionero»; explicitando que solo la cooperación, y no el egoísmo o la desconfianza, garantiza la eficiencia. Por tanto, es el Homo sapiens quien resuelve mejor las situaciones y no el Homo oeconomicus.
Otros científicos, como el biólogo Garret Hardin, ponen en duda las tesis de Smith al estimar el riesgo que supone la superpoblación humana y el previsible colapso de los bienes comunes y de libre acceso. Cuestión muy relevante en el caso de los recursos naturales renovables (pesca y bosques, en especial), en donde la sobreexplotación conduciría irremisiblemente a la extinción del recurso. O sea, si intensificáramos la competencia (tesis de Pareto) y donde cada uno persigue su propio interés, la ruina seria el destino final. Hardin propuso como solución la implementación de mecanismos de exclusión (o de exclusividad personal), argumento que abonaba el concepto de privatización siendo, por lo tanto, la inequidad la consecuencia. El precio a pagar por la eficiencia son mayores desigualdades.
Pasaron años hasta que Elinor Ostrom, premio nobel de economía en el 2009, formulara su hipótesis. Demostraba que aquellas comunidades (ya sean pesqueras o forestales) que comparten recursos comunes pueden llegar a gestionarlos de manera sostenible, sin necesidad de derechos exclusivos de propiedad ni de intervenciones coercitivas de los gobiernos; sino a través de la cooperación y la acción colectiva local, por lo que sus tesis acabaron llamándose la «gobernanza de los comunes».
De esta forma, resaltamos que en un mundo donde predominan las praxis del Homo oeconomicus, las decisiones no siempre son eficientes; no siempre se compensa al conjunto de la ciudadanía y casi siempre existe una exclusión social. Los Homo sapiens argumentan que se gana más con la confianza mutua y la búsqueda del bien común. Valga esta reflexión para entender los asuntos de hoy en día.