Al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Alemania ya estaba derrotada (salvo en la imaginación de Adolf Hitler), e invadida desde el este y el oeste, los soldados germanos tenían un dilema: ¿a quién rendirse? ¿A los rusos? ¿A los americanos? En el primer caso, se podía esperar lo peor. O una muerte atroz o un gulag. En el segundo, se presumía un respeto a las convenciones de guerra, a los límites de la ley.
Esa aureola mítica ha acompañado a Estados Unidos como gran potencia mundial. Había una apariencia de cumplimiento de normas y formas. Ya no. Lo vimos en directo. La escena grotesca de los matones Trump y Vance en el despacho oval con Zelenski ?solo faltó que apareciera Musk con la motosierra, como en la genial parodia del Saturday Night Live? fue una encerrona y una canallada. Se convirtió en viral. Y abrió la puerta a un río incesante de análisis y analogías históricas.
En las redes ha gustado la comparación de la sintonía entre Trump y Putin con la cumbre de 1938 en la que el premier británico, Neville Chamberlain, aceptó dar parte de Checoslovaquia a Hitler, para apaciguarlo. Hay otra tal vez más inquietante. El pacto Ribbentrop-Mólotov firmado en 1939 entre los nazis y Stalin para repartirse un país soberano, Polonia. ¿Hasta dónde llegará Donald? ¿Querría ser Zelenski prisionero del ogro naranja y protagonista del reality político 24 horas que ha montado para disfrute de los suyos y pasmo del mundo civilizado?