
Escribí lo siguiente en los tiempos duros de la pandemia: «Que la experiencia que estamos viviendo con el covid-19 suponga el comienzo de otra forma de ver las cosas y de relacionarnos entre nosotros y con la naturaleza». Añadía que no era optimista, aunque mantenía la esperanza. Esta última la sigo manteniendo firme, porque lo contrario significaría que la situación mundial no tiene arreglo y que caminamos hacia un precipicio insondable. Pero las circunstancias, ciertamente, no invitan al optimismo. Si hubiera una nueva pandemia, su gobernanza sería peor. En un mes, Donald Trump se ha cargado lo que quedaba del multilateralismo y, además, ha puesto como responsable de sanidad a un prominente antivacunas. En Europa la preocupación número uno en estos momentos es la guerra en Ucrania y el fortalecimiento de la industria armamentística. Por lo que respecta a España, la decepción invade a nuestros profesionales sanitarios, que se comportaron como héroes durante la pandemia, y nuestras residencias de ancianos siguen tal cual, sin las reformas estructurales y sin los recursos humanos cuya necesidad evidenció la pandemia. Una crisis nos muestra quiénes somos y quiénes deberíamos ser, como individuos y como sociedades. En octubre del 2020, el papa Francisco escribió unas palabras clarividentes: «El sálvese quien pueda se traducirá rápidamente en el todos contra todos, y eso será peor que una pandemia».